jueves, 28 de diciembre de 2017

Episodio XI: Popurrí europeo

 Funeral de Otto de Habsburgo. Viena 2011


Jean Juan Palette-Cazajus

«Emperador de Austria; rey de Hungría, de Bohemia, de Dalmacia, de Croacia, de Eslavonia, de Galitzia, de Lodomeria y de Iliria; rey de Jerusalén, etc.; archiduque de Austria; gran duque de Toscana y de Cracovia; duque de Lotaringia, de Salzburgo, de Estiria, de Carintia, de Carniola y de Bucovina; gran duque de Transilvania, margrave de Moravia; duque de Alta y Baja Silesia, de Módena, de Parma, de Piacenza y de Guastella, de Auschwitz y de Zator, de Teschen, del Friul, de Ragusa y de Zara, conde principesco de Habsburgo y del Tirol, de Kyburgo, de Görz y de Gradisca; duque de Trento y de Brizen; margrave de Alta y Baja Lusacia y de Istria; conde de Hohenembs, de Feldkirch, de Bregenz, de Sonnenberg, etc. señor de Trieste, de Cattaro y de los altos del Windish Mark; gran voivoda de Voivodina, de Serbia […]; etc.»

No hace tanto tiempo que se pudo oír, por última vez, la vertiginosa lista con su rancio sabor a poso de los siglos. Fue el 16 de julio de 2011 tras el grandioso funeral tributado por una nostálgica Viena al archiduque Otto de Habsburgo (1912-2011), longevo heredero de la monarquía austrohúngara. "¿Quién solicita entrar?" había preguntado el capellán que esperaba los restos mortales detrás de las puertas cerradas de la vienesa Cripta de los Capuchinos, histórico panteón de los Habsburgos. El maestro de ceremonias leyó entonces la interminable relación. El capellán contestó: “No lo conocemos” y repitió su pregunta. “Un hombre mortal y pobre pecador” dijo finalmente el maestro de ceremonias. Y se abrieron las puertas.


Benedict Anderson 1936-2015

El anacrónico esplendor de la larga letanía fue uno de los protocolos espectaculares cuyo rutilante ornato consiguió ocultar hasta 1914 la  realidad de unas instituciones en descomposición. La mortal contradicción entre el teatro de la eternidad formal exhibida por el Imperio habsburgense y la disolución explosiva de la macedonia de naciones que lo integraban fue causa primera del conflicto. Detrás estaba el parto sangriento de la casi totalidad de los actuales países de la Europa central y oriental. Polonia, Ucrania, Chequia, Eslovaquia, Austria, Hungría, Rumanía, Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia, Italia.

Algo dijimos de  los países de la ex Yugoslavia. También de Flandes y Valonia, de Grecia y de Turquía. En todos los casos, consideraciones demasiado breves y someras para dar cuenta de situaciones muy complejas. Lo de Líbano fue una excepción, aprovechando que pasaba por Valladolid el Pisuerga de la actualidad, para mostrar la asombrosa artificialidad de un país fabricado por el colonialismo, devastado por los odios comunitarios y religiosos y sin embargo dotado de un asombroso sentimiento de identidad nacional. Los otros países tenían en común todo el aparato normativo que presidió la emergencia de los nacionalismos a lo largo del siglo XIX. En particular la construcción voluntarista de una lengua culta, nacional y sobre todo estandarizada, fabricada por un puñado de intelectuales y lingüistas a partir de los dialectos rurales. Es la tesis de Benedict Anderson, autor, en 1983, del clásico «Imagined Communities», [«Comunidades imaginadas» FCE 2006]. Los nacionalismos son hijos de la lectura. Y cuando no, son tribalismos, urge añadir. Es la invención de la imprenta la que siembra la semilla del moderno sentimiento nacional enraizado en los textos de las respectivas «novelas» nacionales. La Biblia alemana de Lutero, en 1534, empieza a estandarizar el llamado Hochdeutsch, o Alto Alemán, y anticipa en tres siglos el tsunami decimonónico de las lenguas nacionales. En un contexto diferente también mostraron su precocidad el castellano y el francés, en este caso como instrumento privilegiado de dos culturas, dos estados y dos monarquías particularmente conscientes de su proyección histórica. Pero en ambos casos, como ocurrió en la mayoría de los nacionalismos decimonónicos también se producía en la realidad una situación de «diglosia» entre la lengua culta y escrita y las formas locales, populares o dialectales. Apenas pudimos rozar el «drama» lingüístico del griego moderno, al final del largo dominio otomano, confrontado a la inmensa distancia entre la realidad dialectal del «demotiki», el griego popular, y la mítica referencia del griego antiguo. Contamos brevemente el invento de la llamada «Katharevousa», un híbrido de neolengua culta, y los problemas que su uso planteó hasta nuestros días.

Desaparición de Polonia 1772-1795

No hay un solo país que no tenga su itinerario particular, con su repertorio de heridas y sombras, de cuidadosos olvidos selectivos, de mitologías complacidas, de ficciones estructurales. Pero seguir sumando instructivos invariantes y edificantes peculiaridades de la construcciones nacionales europeas nos apartaría durante semanas, meses, del necesario regreso al punto de partida, es decir a la reflexión sobre la actual situación de emergencia. Quién recuerda a estas alturas que nuestra labor comparativa inicial trataba de esbozar una reflexión comparativa sobre historia francesa, catalana y española, sobre aparentes tendencias centrífugas y centrípetas. A ella volveremos. La construcción de la nación francesa, básicamente deudora de la Revolución y del llamado «modelo republicano», demuestra casa día ser un objeto singular. Muy influyente desde un principio, el modelo nunca pudo ser realmente copiado. La pregunta es urgente: referida a los problemas españoles ¿es la «diferencia» francesa estructural o también acechada por la transitoriedad de todo lo humano e histórico? Tendremos que dejar de nomadizar para centrarnos en el núcleo del objeto comparativo.

Neonazis húngaros conmemorando el Tratado de Trianon 2009
 
Las tesis de Benedict Anderson sirven para explicar. Para entender conviene tener en mente la inexorable presencia de los señalados tribalismos fundamentales, algo descuidados por el historiador americano. Anteriores y ajenos a toda reflexión, son presentes en el génesis y la naturaleza de cualquier sentimiento de adscripción comunitaria.  Son aquellos que localizamos con facilidad en los comportamientos ajenos, pero que nos cuesta asumir en los nuestros propios. «La semejanza une menos de lo que separa cualquier diferencia» ¿Recuerdan? El último episodio evocaba la tragedia de los «micrasiata », los griegos de Asia Menor. Casi millón y medio de expulsados hacia la Grecia europea tras la derrota frente a los turcos, en el terrible 1923. Nunca se vio mejor la diferencia, entre el idealizado constructivismo intelectual de los nacionalismos históricos, en este caso la «Megali Idea» del panhellenismo irredento y la despiadada realidad del tribalismo cotidiano, una vez ocurrida la «Gran Catástrofe». La acogida de los expulsados en el solar griego no siempre fue la esperada. Los griegos de Esmirna eran demasiado diferentes de sus compatriotas europeos. Fueron considerados “τουρκόσποροι”, turcos asquerosos, por su forma de vestir, sus costumbres, su cocina o su música. Llegado con ellos de Asia Menor, el emotivo estilo musical «rebétiko» (ρεμπέτικο), como el flamenco en ciertas épocas, fue símbolo de «mala vida» para los biempensantes. Llegó a prohibirlo la Dictadura de los Coroneles (1967-1974). Hoy música nacional, sigue arañando las doloridas memorias.

Estos últimos tiempos el Parlamento europeo se las ve y las desea frente a los desafíos lanzados a la Constitución por Polonia y Hungría. Cualquiera que sea el fondo de la cuestión, lo entenderemos mejor si tenemos presente la truculenta historia moderna de estos dos países. Hoy nuestros recorridos tendrán que ser vertiginosos. De Polonia sólo recordaré que entre finales del siglo XIV y el último tercio del XVIII iba formando, con el Gran Ducado de Lituania, la llamada República de las Dos Naciones cuyos territorios eran los más extensos de Europa. Pero entre 1772 y 1795, Prusia, Rusia y Austria se repartieron el país, en tres ocasiones sucesivas, hasta borrarlo literalmente del mapa. Polonia resucitaba en 1918 para caer, en 1945, en las garras soviéticas. Podemos intuir la etiología de ciertas paranoias históricas. Paranoias todavía más presentes si caben en el «alma» húngara. Desde el siglo XVI hasta 1918 podemos afirmar, grosso modo, que Hungría fue propiedad de una nobleza entre las más arrogantes y parasitarias –salvo honrosas excepciones– de la historia europea. Aquella casta logró fosilizar en beneficio propio un sistema de propiedad rural que condenó a a una secular servidumbre la mayoría del campesinado al tiempo que ahogaba cualquier emergencia de una clase media urbana. Hasta finales del siglo XVIII, la lengua oficial en la corte y la administración de los Habsburgos era...el latín. La nobleza húngara ¡una octava parte de la población! se repartía entre una minoría de grandes latifundiarios llamados « magnates » y una patulea de «hidalgos» pobres, vagos e inútiles que practicaban un latín de cocina entreverado de palabras alemanas y húngaras. Ya que, naturalmente, los dialectos del húngaro solo podían ser galimatías de siervos.

Chequia y Eslovaquia

El nacionalismo húngaro se vio estimulado a principios del siglo XIX por la voluntad austriaca de germanizar el imperio y siguió la vía normativa. Un puñado de intelectuales, entre ellos el poeta nacional Sándor Petöfi (1823-1849) limpió, fijó y dio esplendor al húngaro transformándolo en lengua nacional. Pero el cotarro político siguió dominado hasta la Primera Guerra Mundial por la nobleza. El conde húngaro engominado, finamente bigoteado, chorreando dorados y alamares es prototípico de toda película ambientada en aquellas calendas. En 1914 tenía derecho a voto una  minoría del cuerpo electoral y entre el 45 y el 50 % de las profesiones de clase media, abogados, médicos, periodistas o comerciantes eran ejercidas por judíos. Añadiremos que los húngaros «étnicos» sólo constituían entonces el centro político y geográfico de un país de 325 411 km2, cuya periferia era  mayoritariamente constituida por minorías nacionales, eslovacas y rumanas las principales, también serbias y croatas, todas paladinamente ignoradas y discriminadas. El tratado de Trianon, en 1920, trajo la pesadilla a la vencida Hungría. Transilvania pasa a ser rumana y los eslovacos crean su propia nación antes de unirse a los checos para constituir Checoslovaquia. También se rectifican las fronteras orientales y meridionales en benefico de Austria, Croacia y Serbia. El nuevo país se queda en el 29 % del anterior territorio. Desde entonces, la memoria histórica húngara sigue en carne viva. La nueva Hungría, tan secular y visceralmente antisemita como la anterior, expulsa a los judíos de sus profesiones habituales y llega a abrir para ellos el prototipo de los futuros campos de concentración. La aristocracia sigue dictando el tono de la política y aquella Hungría traumática termina uniendo su destino al de la Alemania nazi. Luego, como en Polonia, llega el paraíso soviético. Entenderemos que de casta le viene al galgo la nuca tiesa de Viktor Orbán, el actual mandatario.

Creí un tiempo que Checoslovaquia era un país sereno y cohesionado. En parte por olvidar que la importante minoría alemana de los Sudetes había quedado expulsada en 1945. Claro que ellos, previamente, se habían arrojado complacidamente a los brazos anexionadores de Hitler. En realidad, entre los checos, urbanizados, industrializados y más bien descristianizados, próximos a las culturas germánicas, y los eslovacos mayoritariamente rurales, muy tradicionalmente católicos y más eslavizados, hubo reticencias desde un principio pese a que ambos idiomas sean mútuamente comprensibles con un poco de buena voluntad. Mis bellas amigas Hélena y Katerina me contaban otrora que bajo el comunismo los telediarios eran un día en checo y al otro en eslovaco. Por más que suave, se produjo sin embargo la evitable ruptura que tanto le dolió al excepcional Presidente Vaclav Havel. Hoy las relaciones entre ambas repúblicas siguen siendo privilegiadas.

Porcentaje de lengua materna ucraniana

Los problemas de Ucrania han abierto muchos telediarios en los últimos años. Pocos países han tenido una identidad más problemática y más dispersa a lo largo de la historia. «Fantasma de Europa» la definía un historiador en 1939.  Ellos se consideran artesanos y descendientes de la «Rus» de Kiev una incierta entidad política fundada en el siglo IX por un conglomerado de eslavos y vikingos varegos sobre los territorios de la actual Rusia central. Aquel proto estado desapareció en el siglo XIII tras las invasiones mongoles de la Horda de Oro. Rusos y ucranios proclaman una misma filiación con la Rus de Kiev si bien ambos exigen el derecho exclusivo de primogenitura. Toda la historia de Ucrania cabe en esta ambiguedad relacional con los primos del norte. Tras la retirada de los mongoles los territorios de la actual Ucrania quedarán esencialmente sometidos a las influencias rusas. Primero fueron las repúblicas cosacas independientes en las estepas de la llamada Zaporozhia, luego, a partir de Catalina II la dominación directa de Moscú y la sumisión del campesinado ucraniano, tradicionalmente libre, al régimen zarista de servidumbre. En los territorios del oeste, controlados primero por Polonia, luego por el imperio austriaco, los ucranianos, entonces conocidos como rutenos o galitzianos, desarrollarán una cultura  occidentalizada cuyas consecuencias inciden en el actual conflicto civil. A partir del siglo XIX, se pone en marcha el sólito proceso. El artesano de la dignificación y formalización de una lengua ucraniana culta, hasta entonces jerga de mujiks analfabetos, será en este caso el poeta Tarás Shevchenko (1814-1861). Notemos que su casi contemporáneo y compatriota ucraniano, Nicolás Gogol (1809-1852) escribió exclusivamente en ruso. Notemos también que los actuales límites territoriales del país son los de la República soviética de 1945, con excepción de Crimea. Durante la década de 1920 la Ucrania soviética tratará de afirmar su personalidad cultural. Stalin cortó por lo sano a su eficaz manera. Entre 1931 y 1933, Ucrania será la víctima principal de las hambrunas engendradas por la represión de la propiedad campesina, la famosa «dekulakización». Morirán entre 2,5 y 5 millones de personas. Los ucranianos antirrusos consideran que se trató de un exterminio por el hambre intencional -«Holodomor», en ucraniano-  y lo califican de genocidio. Fue considerado «crimen contra la humanidad» por el Parlamente europeo en 2008.  El complicado nacionalismo ucraniano, entre ambiguedades, voluntarismo y realidades históricas, exigía más detenimiento.

Ucrania, Holodomor 1931

Pero conviene dar un breve rodeo por el paraíso socialdemócrata, o sea por las modélicas sociedades escandinavas. Cuestión de comprobar que aquellos países no llevan tanto tiempo felices y comiendo perdices. Durante siglos la vida fue ruda, el clima brutal, las comunicaciones difíciles, los recursos escasos y la demografía limitada. Las condiciones eran menos desfavorables en la pequeña Dinamarca y sus moradores particularmente enérgicos. Fueron los amos del cotarro hasta casi llegar al siglo XVII. Sus monarcas lo fueron también de Noruega y Suecia durante la llamada Unión de Kalmar entre 1397 y 1523. Unión un tanto forzada y jalonada por incontables y sangrientas guerras con la díscola Suecia hasta la separación de 1523. Noruega, poco poblada, casi sin recursos, se mantuvo en el regazo danés. Durante todo el siglo XVII y hasta la derrota de Poltava en 1709, frente a los rusos, Suecia pesó sobre la política europea llegando a controlar buena parte de Finlandia, del Báltico ruso y ciudades de la Alemania del norte. En 1810, los suecos eligen como rey a Jean-Baptiste Bernadotte, mariscal napoleónico y, de paso, lejano primo mío. Su primera decisión : cumplir, en 1814, el viejo sueño sueco de birlarle Noruega a Dinamarca. Noruega se independizará de Suecia en 1905 mediante un referendum  -legal y consensuado- con un 99,95 %  de votos a favor. La población sueca se duplicó entre 1750 y 1850 pasando de 1,78 millones de habitantes a 3, 48 millones, mientras los rendimientos agrarios se habían estancado. Hasta 1920, la miseria empujó a Estados-Unidos a maś de 1,3 millones de suecos. Los que regresaban no aguantaban el esnobismo y el clasismo de la clase dirigente, el alcoholismo popular y el desprecio por las mujeres. La profunda desigualdad social sueca impregnaba el lenguaje a través de una rígida y compleja forma de ustedeo que dejó paso a un tuteo generalizado con el advenimiento, en los años 60, de la era socialdemócrata.

Mi primo J. B. Bernadotte, rey de Suecia

De los tres idiomas incriminados podríamos decir lo que ya decíamos del serbocroata, o sea que con un poco de buena voluntad los tres países pueden entenderse. Pero, como en el caso yugoslavo todos prefirieron ahondar las diferencias, sobre todo los suecos. Los noruegos viven la curiosa situación de disponer de dos idiomas oficiales, el «boksmäl» una forma de danonoruego que refleja la larga convivencia histórica y el « nynorsk », o nuevo noruego, construido por el lingüista Ivar Aasen y presentado en 1848. La fecha y el proceso ya nos resultan rutinarios. Las reformas lingüísticas se han prolongado casi hasta el día de hoy.

Para terminar el repaso, por qué no elegir, a voleo, el caso de Italia. La unidad no fue culminada hasta lograr arrebatarle Roma al papa, en 1870. De hecho, hubo provincias «irredentas» hasta 1945. La fractura básica sigue partiendo norte y sur como opuso el reino de Piamonte-Sardegna y los Borbones de las Dos Sicilias durante el «Risorgimento». Un sector de historiadores afirma que, tras la unidad, el Norte explotó un Sur, entonces más próspero de lo que dice la rutina, abocando al actual infradesarrollo el llamado «Meridione». Acuérdense de «El Gatopardo». A mediados del siglo XIX hablaba el italiano el 2,5 % de la población, hoy lo usa en casa un 55 %. El resto usaba -usa- dialectos con frecuencia mutuamente incomprensibles. El italiano fue la lengua literaria desde Dante, Petrarca, Bocaccio y Pietro Bembo. Fundamentalmente basado en el toscano de Florencia, Pisa y Siena. Modernamente fijado y formalizado -¿excesivamente ?- tras el Risorgimento. La «Lega Nord» y su arlequinada de la Padania reflejan la permanencia de las grietas históricas.

Emigrantes suecos en 1905

No podremos hablar de Suiza, nación inmutable donde las haya. Aparentemente. La conciencia de su identidad actual no se concretiza en el fondo hasta mediados del siglo XX. España, Francia, Inglaterra reinvindican un itinerario histórico plurisecular. No será difícil mostrar que los patéticos conflictos actuales, los sentimientos que conforman hoy las posturas más encontradas, cualesquiera que sean, tienen todos una etiología asombrosamente reciente.

Italia. La polémica del "Meridione"