lunes, 28 de noviembre de 2016

Oro y psoriasis



Hughes
Abc

Fidel Castro is dead!”. Así reaccionó Trump a la muerte del dictador (no me disgusta lo de Le Monde: icono y dictador). La jornada era un reguero de asombros: Rajoy, Trudeau, Juncker… Era imposible encontrar un gobernante que respondiera, primero a la realidad, y luego al sentir viudo de, como poco, media humanidad razonable.

Y entonces, el presidente electo reaccionó con ese tuit.

No dijo “Castro passed away”. Está muerto. En su crudeza forense. Lo enunciaba, lo gritaba, ¿lo celebraba?

El “is dead” es algo más que estar muerto. Se ha terminado. Es historia.

El tuit de Trump formaba la “gosadera” latina de Miami, era un estallido. Luego vendría el “statement” que podemos fantasear le escribió Bannon y le convertía en horas en una especie de fulgurante líder del Mundo Libre de estirpe reaganiana.

Adiós al mundo de bloques, adiós al espectáculo represivo ajedrecístico de la Guerra Fría, a su letargo bélico, con lo que eso tiene, también, de centralización de la vida económica e industrial, de socialismo no dicho. Y quizás un adiós también (si cumple lo anunciado) a las veleidades y proximidades de corte socialista que cultivaba Obama. Adiós a la ensoñación cautiva de la Revolución en varias generaciones de cerebros. Trump recordó con un tuit la victoria reaganiana que algunos estaban olvidando. Tuit histórico, tuit restauración.

Ese tuit fue la mayor verdad política en años. ¡Un tuit!

Su contenido era de un capitalismo tan puro, tan genuino, que admitía la camiseta. Era casi un lema. 

Castro es muchas cosas, pero sobre todo es un fracaso. El comunismo sólo ha visto el capitalismo como ruina. Aún hoy sucede. Cierta izquierda se acercó a Trump, por ejemplo, desde el “aceleracionismo”: que se adelante el final catastrófico que el capitalismo lleva escrito. Es una ideología de la destrucción. Muera el capitalismo, que a partir de su apocalipsis, de su ruina, algo se construirá. Algo.

Pero nada se construyó. Revolución es ruina. Piensa en la ruina del capitalismo y luego no la supera. 

Con toda esa retórica nostálgica de revolución rompió con un tuit.

Rompió con esas condolencias que (¡margallescamente!) transigían con el ideal. Negociaban, componían. Expresó después en su declaración verdades antirrevolucionarias emocionantes.
El postverdad dijo una verdad y la verdad es emocionante. Sus palabras sobre Castro fueron como llevar una vida comiendo en lata y que alguien apareciera con una papaya caribeña.
Trump sonó cristalino como la risa de un bebé.

Y todo comenzó con un tuit. Ni siquiera un tuit trumpiano completo, sino reducido a su mínima expresión. Ese final exclamativo con el que acaba siempre. No había sofismas, sólo un enunciado… ¡un hecho! Un fact irreprochable. Pero el tuit contenía otra cosa, una joya: la exclamación trumpiana.

La exclamación de Trump es maravillosa y tiene un punto exagerado, corrosivo, que la convierte en humorística. A mí a veces me parece bernhardiana. Quiere expresar una irritación y una rebelión.
Sus finales en alto en los tuits, esos enérgicos colofones, son como un énfasis mudo. No es realmente altisonante. Es, como casi todo en él, algo amortiguado, incluso autoparódico. Sus exclamaciones no suenan, son literarias. La exclamación escrita es una gesticulación que teatraliza al que la escribe. Tuit opereta.

Trump reproduce con esos tuits el estilo corto y en alto de sus frases, el gesto inconfundible de su mano. Es como un imitador. Una parte de él realmente pertenece al Saturday Night Life y él lo sabe.
Cómo decirlo… No evita caer en su caricatura. Eso es como ser Ben Stiller, como ser inmune a tu kriptonita, eso lo hace radioactivo, eso lo convierte en un Roger Rabbit, en un personaje pop.

Entre el estilo épico-visionario-compasivo del fraudulento Obama y la exclamación autopárodica y corrosiva de Trump yo lo tengo claro.

La exclamación de Trump no es fascista, ni es la exaltación del llanto socialista o romántico (¡oh, famélicos, oh pobres energéticos!). Es algo distinto. Una exaltación débil, de cómic, casi humorística.
Lleva el lenguaje del político a un plano que está entre el chat y el bocadillo de cómic.

(Y no cae en usar el emoticono de las risas con lágrima -crueldad máxima- que tanto irritó recientemente al Guardian y al que se asocia a la derecha de corte trumpiano)

El mensaje de Trump es refrescante; su música también. Las personas más inteligentes y menos sectarias (menos específicamente “salvamundos”, que es algo aún peor que ser un “salvapatrias”) los están empezando a ver como lo que son: la música excéntrica de un lucha entre ridícula y titánica.

Como las exclamaciones de los futuristas, que se ponían estupendos con un motorcillo y hablaban en serio y en broma, como una vanguardia teatral, incandescente, pero de papel. Así se lee a Trump.
Luego tiene esos adjetivos de recurso que usa mucho, como “terrific”, que aquí salvajemente se tradujo como “terrible”, y que son adjetivos-estados de ánimo, que no describen tanto al objeto como su efecto en él.

O su “losers”. El “loser” es una categoría trumpiana deliciosa. Está entre el ciudadano y la “víctima de la globalización”. Entre medias. Supera el trauma de la desigualdad y obliga al sujeto (al loser) a responsabilizarse. El lúser es culpable. El lúser se lo merece.

Otra cosa. En el mundo de importancia financiera, de deuda cósmica y electrónica, Trump remite a dos cosas antiguas. Una es lo inmobiliario. Su “yo construyo” ya lo quisieran para sí los cubanos. El real estate, la propiedad, lo tangible. Es como devolver la economía un siglo atrás. Y luego lo menos físico de todo: la imagen personal. Algo intangible, pero real, la traducción parishiltoniana del carisma.

¿Preferían los factuales un carisma degaulliano? ¡El suyo sale de la televisión! Es más real que el carisma de Obama, o de un político europeo. ¿Sobre qué realidades historicas, y sobre qué proezas se ha templado?

El carisma político después de la posguerra es MENTIRA. Es cartón piedra. El caso es que juntas, obra y fama, son dos cosas que le dan “realidad” a la economía más allá del recelo financiero. Lo financiero es un flujo puesto bajo sospecha. Lo que ofrece Trump son su apellido y hormigón.

Y el oro de su mundo, de su pelo y de sus torres presiona también sobre el subconsciente americano, que recordará que vinculada al oro vivió su economía un crecimiento extraordinario en la posguerra.
No la triste cana del político europeo, ¡oro! No la dulce mentira imposible del color de cara obamita, irreal en su hermosísima mulatez acanelada. No, ¡nada de eso! ¡La psoriasis de Bannon! Oro y psoriasis. No cana y arrebol, no. Oro y psoriasis.