jueves, 3 de noviembre de 2016

La tierra y los muertos

El panteón familiar en el rincón antiguo del cementerio

Jean Palette-Cazajus

Ayer, día 1 de Noviembre, como todos los años, fui a florecer el panteón familiar. Lo hago siempre con una sensación de deber ineludible, sin duda movido por la conciencia de que durante el resto del año no honro la memoria de mis padres, de mis  antepasados, con la continuidad que merecerían. Lo hago también con una sensación de deber institucional, con la idea de que la existencia de los cementerios, de los panteones familiares, refleja cierto orden ineluctable de las cosas.

Mientras regresaba a mi casa, algo prieto todavía el corazón, no sé por qué me acordé de una tribu amazoniana que cuelga a sus difuntos de los árboles y los deja allí pudriéndose de manera harto poco apetecible. Hasta que sólo queden los huesos, entonces cuidadosamente pulidos y conservados en la choza. Hubo una época en que ciertos paleontólogos querían homologar la aparición en el hombre de la conciencia de la muerte con la de las primeras sepulturas. Como si la forma natural del “tratamiento” de los difuntos fuese la sepultura bajo tierra. Lógicamente, vemos que una misma diversidad caracteriza las maneras de deshacernos del grave “marrón” de los cadáveres y las maneras de socializar los vivos.

Si nos atenemos a las épocas históricas vemos que si el enterramiento une a los tres monoteísmos, las religiones orientales han privilegiado la cremación. Pero la historia de nuestros propios países está mostrando hasta qué punto la noción de cementerio y de sepulturas privadas o familiares es producto de la modernidad política y lleva camino de ser víctima de la posmodernidad. Durante siglos, nuestros difuntos fueron sepultados en el seno de las iglesias o en su proximidad, según la jerarquía social, mientras la humanidad ordinaria terminaba en la fosa común o el pudridero. El cementerio es, todo a la vez,  producto del higienismo moderno, de la democratización de las sociedades y de la dignificación progresiva del individuo occidental. Pero hasta en pueblo tan humilde como el mío, la inflada astracanada de algunos panteones coexiste con la conmovedora humildad de otros. La muerte será siempre más estatutaria que la vida.

Las flores, la tierra, los muertos, la memoria

Parece claro que la tradición occidental de la sepultura es inseparable del papel determinante ejercido por la agricultura y la ruralidad sobre nuestros valores y nuestra cultura. Hemos enterrado nuestros difuntos como enterramos nuestras semillas. Ellos fertilizaron la tierra y engendraron el trigo de la memoria y de la continuidad histórica. La modernidad fabricó la identidad de las grandes naciones europeas tal como la hemos heredado. Fue la que se fraguó a lo largo del siglo XIX y de la primera mitad del XX,  en el seno de sociedades todavía mayoritariamente rurales y donde la condición del campesino había mejorado notablemente. Los campesinos franceses sólo recuperaron en los años 1950 el nivel de vida truncado en 1914 por el estallido de la guerra.

El escritor Maurice Barrès, cuyo prestigio en su tiempo cuesta hoy imaginar, vivió entre 1862 y1923. Su madurez coincide con el auge de los nacionalismos y su fatal ignición en el primer conflicto mundial. Barrès formuló la nación de manera abrupta, escueta y mítica. “La Terre et les Morts”, la tierra y los muertos. También es autor de la que fue en su momento una novela de culto, “Les Déracinés” (1897), los desarraigados. El leitmotiv es obvio. En su momento aquel concepto de la nación se percibió como la antítesis de la famosa definición, contractual ella, de Ernest Renan (1823-1892). “La existencia de una nación es un plebiscito de todos los días […] las naciones no son eternas, empezaron un día, terminarán un día”. No necesito decir que, tras las dos Guerras Mundiales, se quiso ver en “La Tierra y los Muertos” la fórmula maléfica que azuzara a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Se quedó en obsoleto símbolo del nacionalismo etnicista y “reaccionario”.

Barrès, a quien se le vuelve a reconocer la complejidad y los matices que se le negasen durante su largo ostracismo, fue ciertamente el cantor de la nación orgánica y territorial. Vivió la anexión por Prusia de la Alsacia-Mosela como una mutilación física infligida al cuerpo de la nación francesa. Pero hace tiempo ya que los etnólogos nos han demostrado que ninguna tensión fronteriza se puede equiparar con las que caracterizan las relaciones entre grupos étnicos no territorializados, donde la alteridad genética se identifica con la hostilidad y el conflicto. Como decía Lévi-Strauss, en las sociedades tradicionales, el otro, por definición, es el piojo. Os remitiré a la obra que Régis Debray vino a presentar este mes de Junio, en Madrid, “Elogio de las fronteras”, Gedisa 2016.  “Demarcación y límite son condiciones necesarias de la civilización” dice el autor, recordando, por otro lado, la actual aparición de nuevas fronteras a cual más segregativa, como las de los fanatismos religiosos.

Maurice Barrès con... Juana de Arco. Compiègne, 1913

Recordemos el concepto de “englobamiento” tal como lo concibe Louis Dumont. En nuestras sociedades domina la configuración ideológica de los valores modernos, “englobantes” o sea prioritarios e inmediatamente conscientes. Pero siguen actuando en nuestro psiquismo muchos valores tradicionales. Lo hacen de una forma a veces inconsciente -porque los reprimimos o porque los niega la ideología dominante-, pero más activa de lo que se piensa, son los valores “englobados”. A mí me han educado en el respeto de la nación como adscripción voluntaria y contractual y valoro la definición de Renan. Pero tengo claro que “La Tierra y los Muertos” expresa una dimensión todavía constitutiva y sin duda inevitable, por presencia o por ausencia, de nuestras identidades. 

Ayer, mientras volvía de depositar mis crisantemos en el panteón familiar, sólo pude creer un instante en la ineluctabilidad y permanencia de las cosas, engañado por mi genealogía rural y mi obsoleto historicismo. Por toda una serie de razones, muchas de ellas seriamente socioeconómicas, la cremación de los cadáveres será pronto mayoritaria. Según dato que acabo de leer, en los próximos diez años, su porcentaje en España debería de rebasar los 70 %. Estoy convencido de que el irresistible éxito de la nueva práctica funeraria nos dice mucho, como causa y como consecuencia,  sobre las modalidades evolutivas de nuestras identidades, cultural o nacional. Nuestro entorno es sólo tecnología, virtualidad y agitación insecticida. La cremación industrial es pues la práctica adecuada para coronar nuestros muñones de existencias. Desaparecidos el paisaje, la sepultura y la memoria, desaparece el recuerdo de la muerte. Para el pueril “presentismo” actual, va sobrando la Tierra y van sobrando los Muertos.

Ernest Renan en su despacho