viernes, 20 de mayo de 2016

Décimotercera de mi Feria. Calvario de San Lorenzo y extraordinario el "decíamos ayer" de Ponce en Madrid


 Enrique Ponce, 2016

 Enrique Ponce 1987

José Ramón Márquez

Todo llega de manera inexorable y hoy llegó la tercera taza de ricino lisarnasio en la temporada de Madrid. Y además con poderío, que hoy vinieron los auténticos, los genuinos Puerto de San Lorenzo, los que hace treinta años iban a las corridas duras y nadie de la parte alta del escalafón los quería. Me dice un señor que a veces me cuenta cosas que él cree que fue Espartaco el que echó a perder esta ganadería, el que puso a los hermanos Fraile en la senda del toro para tardes como la de hoy, quien convenció a los Fraile de que traía más cuenta dar a luz lo lisarnasio frente a los toros aquellos como el que cuajó Ruiz Miguel en el 87, Buscapases, número 35, que es el toro con casta y con mucho que torear, el toro que derrama emoción a su paso y que crea problemas para que nazca el toreo de poder a poder y no el de de ya te he podido antes incluso de que el barquillero abra la puerta de los toriles.

Tampoco hay que ser tan viejo como para haber visto la confirmación de Machaquito para recordar Puerto de San Lorenzo en el camino del toro, pero es indiscutible que hace ya demasiado tiempo que el ver el nombre de Puerto de San Lorenzo o de sus franquicias en los carteles es como ver venir la nube del pedrisco. Un pedrisco que, en el mejor de los casos, se sustancia en bobaliconería, pero que mucho más a menudo de lo mínimamente tolerable presenta su cara blanda, falta de raza o de casta, débil y mansa. Y si no quieres caldo, toma tres tazas, que esta corrida del Puerto de hoy es la tercera que nos cuelan, como si no hubiese otros toros en el campo, y si no quieres más pues toma otro buche, que hubo que echar a dos y tenían preparados dos sobreros de lo mismo, para que no quedase opción alguna a no ver Puerto y Puerto y más Puerto. Y hablando de tanto Puerto me acuerdo ahora de que fue con uno del Puerto, Campechano, con el que tuvo su primer triunfo en Madrid  Víctor Puerto. Entre unos y otros ya llevamos veinte toros de los Fraile.

Luego está lo de la “toreabilidad”, que es la condición estúpida de un animal para acudir a los cites que se le hagan sin pedir nada a cambio, yendo y viniendo y, a ser posible, quedándose colocado  él solito a la salida del pase para facilitar las componendas estéticas del que va a acabar con su vida y que éste no tenga que pasar fatigas de ningún tipo y mucho menos como las que pasó Ruiz Miguel en la primera parte de su faena a aquel recordado y lejano Buscapases. Con lo de la “toreabilidad” salieron hoy por lo menos tres: el segundo, Malaguito, número 84; el quinto, Cantino, número 102 y el sexto, Cubilón, número 133. Luego salieron también otros de estirpe babosa, de esos de tipo reptiliano y otros que los han debido de tener guardados en sitio de mucha humedad, como la cárcel en que le meten los del Viet-Cong a Chuck Norris, porque andaban reumáticos y a uno incluso se le caían trozos de las manos, los Fraile sabrán por qué.

Para la lidia y muerte de estos lisarnasios la empresa contrató a Enrique Ponce, que hace un par de años que no venía a torear a los madriles; Daniel Luque, que es hijo del benefactor que en cierta ocasión me invitó a un delicioso café y que viene a los madriles cada dos por tres; y Román, el Garfunkel de Algemesí, que venía a los madriles a confirmar la alternativa que le dio Julián de San Blas en Nimes hace ahora casi dos años.

Decir Enrique Ponce en Madrid es evocar su gran faena al famoso toro Lironcito, número 50, de Valdefresno  en tarde ventosa, como la de hoy. Decir Enrique Ponce es, también, preferir que le salga un toro con dificultades para poder ver su técnica y su capacidad. A su primero lo recibió por verónicas, ese lance casi desterrado por los capoteos amerindios que ahora se estilan. No dio Ponce unas verónicas cualquiera, sino un manojo de ellas mandonas, mecidas, rematadas, poniendo la pata adelante y ganando pasos al toro: o sea, la verónica. Ponce ha dejado en el saludo a Malaguito, número 84, junto al tendido 5, la mejor colección de verónicas que se han podido ver en lo que va de Feria. Verónicas templadas como para tomar notas, un master en verónicas en el año del toreo por los espaldares, verónicas en que Ponce lleva el toro a su aire, con el medio pecho, dando los muslos al toro, con la mano de salida un poco elevada, como le gustaba a Rafael de Paula, y luego dos medias de inspiración, perfecto remate del puro toreo de capa cuya única ley es la verónica. Extraordinario el “decíamos ayer” de Ponce en Madrid.  El marronazo de José Palomares provoca que el toro derribe al penco y al picador y durante el tiempo que la monería andante tarda en levantar al arre, el ruedo es todo orden y concierto, con los toreros en su sitio y con el toro bien sujeto para evitar situaciones de riesgo como las que se vivieron el día anterior en idéntica situación. 

Luego, el inicio de la faena a Malaguito es una pieza de orfebre en la que el de Chiva se abre con extraordinaria naturalidad por bajo con el toro, al que torea andando como los grandes, y remata con un enjundioso pase de pecho. Luego Ponce sigue su faena desde la óptica de su gran gusto a costa de la autenticidad que cada día reclamamos desde aquí. Ponce no consiente en meterse dentro del viaje del toro y fía todo a la estética de la elegante composición de su figura y al temple que le permite ir haciéndose con el toro. Si Enrique Ponce hoy en Madrid hubiese dado el paso adelante, asolerado como ahora mismo está, con una suficiencia que no es de este mundo, habría dado un eficaz golpe de timón para enderezar la nave de la tauromaquia de los vericuetos en que nos la van metiendo. A cambio nos dejó una versión de sí mismo que es bastante fiel a las pautas que han marcado su fecunda y ya dilatada carrera, y bien es cierto que muy poco se ha apartado de las trazas que dio cuando se presentó de novillero en Madrid, aquel muchacho escuálido vestidito de blanco sabio a su corta edad y también un poco tunante. Impecable la verticalidad del torero y, como siempre, los remates, los adornos, las florituras y además un placer ver a un torero, al menos a uno, pensando en el toro y no tratando de imponerse al animal por las bravas. En su segundo, un sobrero colorado, veleto y cinqueño  de Valdefresno, Pituso, número 1, las tornas cambiaron porque el animal no tenía la condición colaboracionista del otro. Ahí se vio la cara de Ponce, sin despeinarse frente a los topetazos del Pituso a quien anduvo sobando con suficiencia y haciéndonos albergar la impresión de que lo metería en el cesto. Obtuvo algún muletazo y estuvo como un millón de kilómetros por encima del colorado. Madrid no fue agria con Ponce y se notaba en el ambiente que había ganas de verle volver a La Monumental.

En cuanto a Luque, dicho lo del café ya está prácticamente dicho todo. Podemos volver a insistir sobre lo del descomunal capote que lleva, como la lona de un camión, o sobre su forma de torear que no consigue enganchar con el público, por más empeño que le eche el público, podemos decir que estuvo frío y distante sin aprovechar las condiciones de Cantino... pero lo que más le retrata es su intento de ir a torear por verónicas después de haberlo hecho Ponce de manera magistral y pretender colar a la parroquia sus verónicas, que parecía un tío sacudiendo las migas del mantel, después de las del otro.

Román sólo toreó un toro, el sexto, porque al primero se le salió algo así como la pezuña y hubo que pegarle un espadazo. En el sexto se dedicó a atropellar la razón y a meter el susto a todos, que le veíamos cogido en cada uno de los pases que dio. Enrique Ponce se colocó en la tronera del burladero por si tenía que salir y desde ahí le mandó algunos mensajes a Román que haría bien en escuchar. Su toreo es lo contrario que el de Ponce, pues nunca parece que él esté gobernando la embestida del toro sino más bien lo contrario. Cuando a mediados de la faena caímos en las condiciones del toro y cómo no era tan malo como Román quería hacérnoslo ver se vio claramente que Román había dejado pasar un importante toro para su carrera, que además no se comía a nadie. Román, con sus defectos de colocación y de mando, con su no llevar al toro toreado, metió el susto a los espectadores haciendo ver en el toro a un Leviatán, cuando lo que había era un bobo Puerto de San Lorenzo deseando echar una mano.

Raúl Martí, de azul marino y azabache, recibió una justísima ovación por su labor con las banderillas.


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