lunes, 4 de enero de 2016

El baile de los hipopótamos



Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    La pulla de Mou con la dieta en respuesta a una cuestión personal ha señalado el camino al piperío: Benítez cae... gordo, y con ese pretexto los revistosos del puchero se divierten venadeando al entrenador del Real Madrid.

    Ni entre los revistosos del puchero ni entre los piperos del Bernabéu abundan las sílfides, pero juntos hacen dengues y morrean pitos cuando Benítez aparece en el estadio.

    –Y usted ¿qué tiene en contra de ese hombre?
    
Que ya podría adelgazar, ¿no?
    
Te lo dice alguien que el día del Rayo canturreó una docena de veces (diez por los goles, y dos por el protocolo de la Casa) el himno de la Décima, que debió haber sido una cosa hermosa como un fado de Amália Rodrigues y se ha quedado en una fanfarria costumbrista de María José Cantudo en “Las corsarias”, con Lucas Vázquez (“¡Lucas! ¡Lucas!”) de Fray Canuto.
   
 A mí no me parece que Benítez esté más gordo que Ancelotti o que cualquier español que acostumbre almorzar con amigos en vez de con extraños: la glotonería es el confeti del consumismo, y yo prefiero el cuñadismo estético de Benítez, con pinta de ponerse tibio de minutejos (“¿cómo vas a tener reflejos, si no comes minutejos?”) en La Casa de los Minutejos, al dominecabrismo (de Dómine Cabra) socialdemócrata con niki de Purificación García y zapatos de chúpame la punta que representa Pepe Guardiola, el Gandhi de Sampedor.
   
En San Francisco, por los 90, las “personas de distinto tamaño” (como la corrección política decretó llamar a los gordos) montaron una gran protesta contra los cines que exhibían la película “Fantasía”, de Walt Disney, exigiendo su retirada porque la famosa secuencia del baile de los hipopótamos podía crear problemas de autoestima a… las “personas de distinto tamaño”.

    Los prejuicios contra el buen apetito vienen del protestantismo, cuyos devotos creen que la única meta de comer es seguir comiendo. Nuestros revistosos del puchero no son, precisamente, protestantes, pero en Benítez afean por igual que le tire la americana en las sisas y que ordene un control de peso para sus futbolistas, quienes, por otro lado, son los que cobran por correr, y no sólo en la M40.

    ¿A qué clase de desorden psicológico responde esta campaña contra un profesional del fútbol sólo por no cuadrar con el arquetipo de señorío representado para el pipero por el jefe de planta de unos grandes almacenes?

    El equipo juega mal, pero porque los futbolistas principales se han desencuadernado, y el encuadernador que los encuaderne buen encuadernador será. En esta situación, Cristiano se alza en paladín de la vanidad, pero donde la vanidad está en juego, la fraternidad no tiene nada que hacer. “¡No le dan cuero a Bale!” El disperso Bale y el aspaventoso Cristiano no congenian por lo mismo que el bohemio Bakunin rompió con el chulo Marx: la insoportable vanidad.
    
Esta vanidad, que en el Madrid es individual, es colectiva en el Barcelona, que pone el grito en el cielo cuando el contrario no es Paco Jémez y le hace difícil el rondo.



JAMES Y LA ESCOBA

    El escándalo público que no se desató con la vida fiscal de Messi y Mascherano en Barcelona se ha desatado con la movida automovilística de James en el Madrid, que llegó a Valdebebas como el chico de Gallardón al garaje de su padre (que era ministro de Justicia), perseguido por la policía. La policía sostiene que James circulaba a 200 kilómetros por hora, y James, colombiano a fin de cuentas, que pensaba que era un secuestro. Allá cada uno, pero ¿qué vehículo policial da en España para perseguir a nadie que circule a doscientos kilómetros por hora? ¡Ni El Pera con la escoba de Manuela Carmena! En cualquier caso, hay que ser muy Benítez para ponerse cada mañana a repartir conos entre veinteañeros que, sin haberle empatado a nadie en la vida, van, como si fueran Mayweather, en Ferrari a trabajar.