lunes, 6 de octubre de 2014

Urdiales con los adolfos. Seis muletazos y una estocada. El toreo eterno


 ¡Venga gente!

 ¡Venga gente!
 
José Ramón Márquez

Lo primero, Urdiales, y dejémonos de tonterías.  Hoy el riojano ha firmado en Las Ventas el mejor toreo que uno haya visto en esta temporada -confieso que no ví a Eugenio de Mora en verano y no le puedo comparar-. Hoy Diego Urdiales ha planteado de una manera descarnada la mejor ecuación del toreo de siempre: dos series extraordinarias de naturales puros, encajados, auténticos y una soberbia estocada. Y punto. Con esos argumentos tan perfectos, tan sólidos, se cortan orejas en Madrid, para que luego digan. Seis muletazos -dos de ellos de una hondura y una verdad impresionantes, y una estocada ejecutada a cámara lenta, tomando al toro en corto, marcando tiempos, de la que el toro sale muerto, es lo suficiente para que palidezcan todas las faenillas del olvidado San Isidro, feria del Isidro, todas esas deprimentes puertas grandes de todo a cien, toda la mentira que día a día se enseñorea de la tauromaquia cantada tan falsamente por quienes deberían empeñar su voz y su pluma en desenmascarar el engaño y resaltar la virtud. Todo eso se derrumba como un castillo de naipes ante la rotundidad de dos series de naturales y una estocada, para que luego digan. Y acaso haya más matices que resaltar, tales como la torería y la manera de andar por la Plaza de un torero que no es como todos. Y también se deben señalar sus dudas, su lucha interior en el inicio de la faena, en las primeras series de redondos, la lucha de un hombre que no mata cien corridas al año y tiene enfrente el misterio de la casta y la prevención ante el toro que asusta, y eso acaso exaspere a algunos en el tendido, acostumbrados como estábamos antes a toreros intuitivos que en seguida descubrían las características del toro, porque quieren que se ponga a torear rápidamente y las maneras que tiene el torero de explorar las condiciones del toro -repito: del toro, no de la mona- las interpretan como una cesión prematura, una rendición a lo moderno. Pero una vez que el torero se ha orientado y conoce al toro, cuando el torero se planta frente a la bestia, como decía Felipe Sassone, con la muleta en la izquierda, el estoque en la derecha y el corazón en medio, cuando cita ya convencido del cite y guía la embestida hasta atrás y, girando, queda colocado para un segundo natural de más hondura y luego para un tercero que es un monumento al toreo, y ya no queda otra salida que el remate de la serie, entonces se ha producido el milagro del toreo, repetido sin solución de continuidad luego en otra serie imponente, reiterando los mismos argumentos, para hacer saltar en añicos toda la sarta de embustes interesados que día a día hay que soportar sobre que si la pata, el cargamento de la suerte, o el remate del muletazo, embustes orientados a confundir al que no sabe y a enaltecer a los malvados. Y después,  la perfección de la estocada al volapié en la suerte contraria, que te hace saltar del asiento y partirte las palmas a aplaudir a uno que es de verdad lo que anuncia el cartel: matador de toros.

Ahora convendría que se pusiesen a cavilar los que creen que hacen algo por alargar innecesariamente las faenas, los que aburren a las ovejas con faenas kilométricas, los de los cien mil avisos de San Isidro para que se den cuenta de que en el toreo, como en la vida, es preferible lo conciso a lo prolijo y que, cuando se torea con verdad y hondura el quebranto que recibe el toro lo deja ahormado para recibir el estoque, preparado para morir, pues ése -y no el de dar pases sin razón- es el fin de la lidia toda del toro.
Para la última corrida de la Feria de Otoño se anunció una corrida de Adolfo Martín Escudero, con divisa verde y encarnada, para Uceda Leal, Diego Urdiales y Serafín Marín que no se dio completa al lastimarse el quinto de salida. Independientemente de los gustos personales en cuanto a las cabezas, la corrida adoleció de cierta falta de remate, siendo una corrida un poco chica en líneas generales, sin que eso supusiese un significativo  menoscabo en la seriedad del ganado. De los cinco el que se ha llevado la palma de violencia ha sido el cuarto, Madroño, número 47, que se ha enseñoreado del ruedo, ha atacado con rabia al penco de Francisco de Borja, que hacía puerta en el 10, ha hecho pasar las de Caín a Luis Miguel Campano durante la brega y ha acabado enviando a la enfermería a Antoñares, feamente cogido al banderillear. Este toro le brindó a Uceda la posibilidad de que un torero de muchos años de alternativa demostrase patentemente a la cátedra lo que es una faena de aliño, de dominio y de poder, faena de romper al toro y quebrantar sus ímpetus y tumbarle de una de las que él receta, pero se ve que hoy no era el día y optó por salvar el pellejo sin arriesgar ni medio alamar. Peor para él.

El sexto, Baratillo, número 30,  regaló la sinceridad de su franca embestida por el pitón derecho a Serafín Marín. Y de los demás, el único que no dijo nada fue el negrito, el Carpintero, número 95, o sea que la cosecha de Adolfo fue de lo más variada, que es justamente lo que se demanda de una corrida de toros, pues lo que menos se quiere es la aburrida monotonía de todos esos torillos de taurifactory, tan bobos, tan memos, tan colaboracionistas, tan contemporáneos.

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Y luego, el estrambote. Cuando el Trinidad de turno, que hoy se llamaba Justo, saca el pañuelico verde al Aviadorino, número 11, se nos cae del guindo sin comerlo ni beberlo... the last lisarnasio! Ayer al salir de la Plaza maldiciendo la birria del Puerto de San Lorenzo y a toda la estirpe lisarnera, vía frailuna, al menos nos consolábamos pensando que ya no volveríamos a ver uno de sus detritus ganaderos hasta, por lo menos, el año quince. Y hoy, como una maldición que nos persigue con saña ahí teníamos, en la de Adolfo y por la puerta falsa, al gordinflón que atendía por Curiosón, número 78, bola lisarnasia de sebo y mansedumbre, toro de consenso diríamos, que si don Mariano Rajoy Brey fuese toro a buen seguro que sería como el Curiosón, y que si el Curiosón hubiese tenido a mano algún alto tribunal del que echar mano, de buen seguro que habría recurrido a él, porque lo que el bicho no quería era embestir al trapo ni al bulto y cuando se creía que el torero estaba despistado, salía de naja como quien se va a la China a ver qué pasa por allí. El sainete de Urdiales, tras el fulgor del toreo caro, en pos de la huída del infeliz Curiosón, tan blando en sus modales, tan Ferdinando añorando las florecillas de La Calderilla, nos llevó a pensar que con toda certeza nadie nos libra el año que viene de otras tres o cuatro de este hierro o de sus diversas franquicias. ¡Faltaría más!

Vuelven los Palha