miércoles, 10 de septiembre de 2014

En la muerte de Emilio Botín

José Ramón Márquez

A la caída de la tarde, un día de julio con un suave viento sur, estábamos sentados en el porche de la casa de mi amigo J. en Somo Boo charlando de cosas y tomando una copa de vino verdejo con hielos.

-¿Y aquella luz de allí lejos?, pregunté
 
-Eso lo ha hecho Botín. Es el centro de cálculo del Santander. Ahí tiene todos los sistemas informáticos y los servidores y todos esos cacharros…, dice J.
 
-Menudo edificio, ¿no?
 
-Pues trabajan ahí no sé cuantísimas personas, más lo que ha significado la inversión, más lo que arrastra de empleos indirectos, más todo lo que se consume, y la gente que viene y va, los proveedores, los comerciales… Es una buena pedrea de dinero para la comarca y también para la ciudad
 
Y continúa:
 
-…fíjate que Botín podría haber hecho ese edificio en cualquier lugar de España o del mundo que le hubiese convenido, en Marruecos, en Nueva Zelanda, en Inglaterra…, pero lo hizo aquí posiblemente a mayor coste por puro amor a la tierruca… Y te digo una cosa… nadie ha hecho en Santander una manifestación con una pancarta bien grande que diga “Gracias, Botín”, nadie ha escrito una columna diciendo “Gracias, don Emilio”, porque es rico y poderoso y la gente piensa que está en deuda con ellos sólo por eso. Así somos.
 
En el cielo azul oscuro, como un faro, una alta torre rematada con el rótulo bermellón del banco señalaba el penúltimo proyecto multimillonario de Botín en Santander. Nos levantamos y salimos hacia Pedreña, a cenar arroz con almejas en el Tacones*.

Hoy, en el día que ha muerto Botín, me he acordado de aquella conversación. Que la tierra le sea leve.

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*Le llamamos El Tacones, pero en realidad se llama “La Trainera”, como no podía ser de otra forma.