lunes, 25 de agosto de 2014

La dama del perrito

 
 
Alberto Salcedo Ramos
 
Pude haberme enterado de que en Barrancominas, pequeño corregimiento del departamento de Guainía, al suroriente de Colombia, vivía una señora llamada María Justina González.

Pude haberme enterado de que esa señora, a sus ochenta años, tenía un perrito criollo y un puesto callejero en el que vendía café y chicha.

Pude haberme enterado de que María Justina fue cofundadora del lugar donde vivía. Cuando llegó solo había un terreno despoblado en medio de la jungla. Ella ayudó a colonizarlo. Cortó maleza, quemó hojarascas, fumigó zancudos. Después vio cómo el rancho único de los orígenes se transformaba, primero, en un lote de chozas, y luego, en un pueblito de pocas cuadras, un pueblito típico de la selva, con sus casas de madera y sus calles arenosas.

Pude haberme enterado, digo, de que María Justina vio la transición entre los colonos iniciales, que se podían contar con los dedos de las manos, y los cuatro mil habitantes actuales. Ella fue testigo de cómo cambió el pueblo cuando llegaron los guerrilleros de las Farc: de la pesca y los cultivos lícitos del principio se pasó a los sembrados de coca. Entonces había muchos dólares y pocos productos en qué invertirlos.

Ella vio cómo cambió la situación cuando llegó la Armada Nacional, creyó que entonces se había restaurado el orden.

Pude haberme enterado de que a María Justina la amaban sus paisanos. Era bondadosa y siempre tenía una palabra dulce para quienes se le acercaban. A los niños los llamaba "jitos" y a las niñas, "jitas".

Pude haberme enterado de que la señora mimaba a su perrito besándole el cogote. El animal se quedaba dormido en su regazo.

Si María Justina se hubiera convertido súbitamente en una tendencia de las redes sociales, yo me habría enterado de su existencia. Pero María Justina era una anciana desconocida a la que ningún vecino le grabó un video casero mientras pronunciaba un discurso insolente.

¡Ay, si María Justina hubiera sido la otra viejita, la que envió el mensaje que torció el curso de las elecciones, la que le llamó "Juanpa" a "Juan Manuel", y mandó a su sobrina a "comer mierda"… Entonces todos le hubiéramos celebrado la ignorancia y la procacidad, y el Presidente la habría visitado.

Así hubiéramos sabido que existía. María Justina existía y yo pude haberme enterado. Pude haberme enterado pero no me enteré.

Quiero decir que me hubiera gustado enterarme de todo eso mientras María Justina estaba viva. Y no solo enterarme: me hubiera gustado, además, que sólo la muerte natural le arrancara a María Justina el último aliento.

Porque ahora María Justina está muerta, y precisamente por eso me he enterado de su existencia. Precisamente por eso estoy contando su historia.

Fue asesinada por Cristian Vergara Espinoza, cabo segundo de la Armada Nacional, quien el día de las elecciones presidenciales se emborrachó y empezó a hacer disparos al aire. Una de sus balas alcanzó a María Justina en una pierna, y ella se desangró.

Pude haberme enterado de la vida de María Justina antes que de su muerte, le repito a Eliana Franco, profesora de inglés que vive en Barrancominas. Ella responde que todavía no me ha contado el detalle más conmovedor: el día del entierro, el perrito de María Justina se plantó junto a la tumba. Olfateó, escarbó, y luego se puso a aullar. A Eliana le pareció que estaba muy triste. A Eliana le pareció que el dolor del animal mostraba el alma grande de su dueña asesinada.

Yo le digo que tal vez tenga razón, pero insisto: lo más descorazonador es pertenecer a un país donde uno sólo conoce a la gente linda el día que la matan.