lunes, 10 de marzo de 2014

Las Fallas de Adolfo. Eso sí que es prar el tiempo

Fatty está al caer


José Ramóm Márquez
Valencia

Un solo hombre justo hubiese servido para salvar a Sodoma de la destrucción, y hoy, en Valencia, un solo toro ha servido para explicar al que no sabe lo que es el toro de lidia, el que no se deja hacer tonterías, el que aprende de los errores de quienes se le ponen enfrente, el que vende cara su vida, el que con su fiereza vence a su matador y proclama el honor de su divisa, en este caso la divisa verde y roja de don Adolfo Martín Andrés.
 
Claro que esto no se les puede explicar a los del arte y la cultura, que ellos sólo habrán visto a un animal muy maleducado, ilidiable, a contra estilo, que por no hacer, ni siquiera era capaz de reponer un poco, reponer o reponerse, que no sé cómo se emplea esa jerga que usan ahora.

El toro en cuestión se llamó en vida Comadrón, número 39, negro entrepelado, y quien perdió la batalla ante él fue Rafaelillo. Que conste que para un torero como es debido no es ningún desdoro perder la batalla con un enemigo tan tenaz. Donde el arte y la cultura piden colaboracionismo, Comadrón presentó problemas y más problemas, qué digo problemas, ecuaciones de tercer grado, derivadas, qué sé yo...  como si supiese que se estaba jugando la vida y que, de seguro, iba a perderla.  Toro guapo, emplazado en los medios esperando a ver quién era el tío que tenía arrestos para ir a por él. Le entró José Mora y la cosa fue de pena, pues ahí comenzó el rápido aprendizaje de Comadrón cuando le remataba los lances por arriba descubriéndole el truco que hay tras todo ese ir y venir de telas y de piernas; y luego Rafaelillo, el hombre, con lo bien que lo había planteado en su primero, no lo vio claro, se descubría, quitaba la muleta de la cara del animal antes de rematar el pase, se movía... y el toro, sin parar de aprender, con esa cara de listo y de aplicado, metiendo el miedo en el cuerpo a los que estábamos en los tendidos y, me imagino, que al que estaba a su lado con un trapo y un estoque. Cuando decimos que el torero es un ser especial no lo decimos por esos julandrones que se dedican a darse importancia ante animaluchos claudicantes, decadente ballet, sino por hombres como este Rafaelillo que, con toda la batalla perdida, no renunciaba a volver a la cara del serio oponente, avisados ambos de las intenciones del otro. Hay que ser muy tío para sobreponerse a Comadrón y para volver a ponerse ante él una y otra vez. Eso sí que es parar el tiempo.

Lo bueno de estas cosas es que te traen buenos recuerdos. Un señor aragonés que se sentaba delante evocaba a Ruiz Miguel, otro trajo a colación a Dámaso Gómez y un tercero sacó a Palomar del baúl de los recuerdos, toreros de cuando no había toros de Adolfo y los toros de Victorino -¿en qué deriva se hallan, a dónde van?- eran del estilo de Comadrón.
 
Además hubo otras cosas. Hubo dos buenos pares de banderillas de Ángel Otero  que, orgulloso de su oficio, no quiso que todo el mérito del peonaje se lo llevasen los de Castaño y recibió justas palmas por su labor en el segundo. Y luego los de Castaño... la impecable lidia de Marco Galán, que cuando saca el capote por debajo de la pala del pitón da un tratado de tauromaquia poderosa y eficaz;  y luego las banderillas de Sánchez y Adalid en el sexto explicando a quien no sepa el concepto de torería: Sánchez empeñado en darle todas las ventajas al toro, firme y desahogadamente, y Adalid que literalmente se ha dejado coger por buscar su posición, a sabiendas de que el parado Chaparro, número 23, le esperaba con no se sabe qué intenciones. Susto morrocotudo de ver al torero a merced del toro y alivio grande al ver que no hubo percance. Torerísimo.

La corrida, muy bien presentada, adoleció en general de falta de fuerzas, a cambio derrotaron de salida en los burladeros -espectáculo harto inusual en estos días- y estuvieron pendientes y prestos a ir al caballo. Lo lógico es que los titiriteros que perdonan todo a los otros, a ésta la den más palos que a una estera, pero he de decir que sólo verlos salir al viejo ruedo de la calle de Játiva, tan altaneros, tan bien criados, era un placer. Si hay quien se conforma con ver al gordete hacer el paseíllo, ¿por qué otros no nos podemos conformar sólo con ver salir a los toros, tan hermosos?

Y mientras estas cosa pasaban en Valencia, a no sé cuantos kilómetros, en Olivenza se daba un espectáculo de danzas y coros. Las danzas, las de los que se vistieron de oro para un festival sin picadores; los coros, los cachondos esos de los críticos serios, que cada día lo bordan un poco más.

 El restaurante del revistoso que paga

 El arroz del crítico que paga

 El buñuelo del crítico que paga

 El Valencia C. de F.

 La terna

 Lo innecesario en Olivenza

 Comadrón
Lo prohibido en Olivenza

 El buey

El ojo de buey