lunes, 4 de noviembre de 2013

La corrida ha devenido en un tío feo con un bicho feble

El toro de la México
 
José Ramón Márquez
 
¡Pero vamos a ver! ¿Qué  pasa en México? ¿Qué pasa en la Monumental, en Aguascalientes? ¿Es que allí hay algo distinto de lo que ocurre en otros lados?

Da la sensación de que o bien estamos mirando constantemente para otro lado, o de que no nos enteramos de lo que pasa alrededor, porque lo que está ocurriendo en México es exactamente lo mismo que lo que está sucediendo en todos los demás sitios.
 
En España, sin ir más lejos, todas las ferias -Madrid incluida- están basadas en la palmaria ausencia o rechazo del toro, sustituido constantemente por aquí y por allá por un asqueroso bóvido bobalicón, renqueante y muy, muy tonto. Desde Valdemorillo hasta Jaén, salvo veinte corridas mal contadas en cuatro sitios que ya nos conocemos, el toro de empuje, de vigor, de venirse arriba, de aprender, de no dejarse ganar la partida, de peligro, de incertidumbre, está completamente extinguido y, además por todas partes nos quieren convencer de que no lo demanda nadie, salvo cuatro chalados. Y lo malo es que lo mismo llevan razón.

A cambio de expulsar de la plaza al toro, el que mete miedo a los toreros y a los espectadores, los de la tele, los de los periódicos, los de la radio, todo ese conglomerado, en suma, al que denominamos genéricamente los cerreuves, han sido capaces de convencer al público de que a cambio de renunciar al toro se gana la posibilidad de asistir a un espectáculo de tipo cultural/artístico/gastronómico. Cultural porque siempre suelen hacer una cutre exposición en la plaza o sus aledaños; artístico porque dicen que todo ese postureo monflorita en que ha devenido el toreo es arte y, en fin, gastronómico porque la mayoría de los que van a la plaza a lo que realmente van es a papear.

Hay muchos de los que van a los toros que, los pobrecillos, se conforman con la memez ésa del arte, con que si el tal Morante desplegó el vuelo de su capote, con que si el Manzanares hizo un mohín, con que si el Talavante se marcó un fandango, y mientras los pobres se extasían con esas manifestaciones horteras y decadentes de ese toreo innecesario que no es arte sino ‘arte más o menos decorativo’, nadie echa cuentas de que el toro va desapareciendo ante nuestros ojos, como lágrimas en la lluvia que decía aquél.

Sin embargo, por más que quieran que la banda se trague esa rueda de molino del rollo del arte, que es uno de los pilares donde se asienta con mayor fuerza la falaz nueva visión de la neotauromaquia, el asunto falla de manera estrepitosa, dado que lo del arte usualmente no mana por lado alguno, por más que se incremente la bobaliconería de las reses y se disminuya su presencia. Muchas veces basta sólo con echar una miradilla a los toreros que hacen el paseíllo, fijarse en lo feos que son y en los tiparracos que se gastan, en los deplorables ademanes chulescos de puticlub que usan, en la falta de garbo o cosa parecida (no osaremos decir la palabra torería), y saber bien que todos esos factores unidos a la sempiterna ausencia de conocimientos del oficio de que adolecen casi todos no es capaz de generar ni una sola micra de arte, ni de arte decorativa, ni siquiera figuritas de los chinos, ni ná de ná.
 Ésa es la razón de que ahora, para intentar mantener la engañifa hayan inventado la novedad del indulto del perrillo trotón y amaestrado al que quieren hacer pasar por toro y al que para ser perro auténtico sólo le falta el aprender a traer la pelota, idea que brindamos a los ganaderos, a ver si arraiga.
 
A la vista de que la corrida de toros ha devenido, normalmente, en la contemplación de un tío feo e incapaz con un bicho tonto y feble, se han tenido que inventar el rollo del indulto, para que la gente, después de trasegar los cubatas, el vinarro y los bocatas, saquen a paseo su  generosidad, como pequeños césares, decidiendo con un pañuelo la vida y la muerte, y que puedan volver a sus casas con la sensación de haber experimentado en la plaza de toros al menos una emoción: en este caso la de la clemencia, pues otra, por desgracia, no hay.