miércoles, 16 de enero de 2013

Antes psicofonías que libros

Psicogritos y psicosusurros
(Colección Look de Té)

Jorge Bustos
 
El otro día, acosado por al típico insomnio dominical, que suele ser hijo de las borracheras destempladas de viernes y sábado, fui a detener el zapeo en el Cuarto Milenio de Íker Jiménez, a quien sus detractores han rebautizado con ajustada acidez como Fríker Jiménez en atención a su monomanía esotérica. El programa se emite los domingos por la noche, al filo del fin de la jornada liguera, y es incomprensible que todavía no haya dedicado un episodio monográfico a los siniestros árbitros de Villar que escamotean sistemáticamente goles legales al Real Madrid en virtud de un no aclarado influjo misterioso.

En este programa hablamos de lo que no se cuenta —destapa Jiménez, de frente despejada y media melena borrascosa a lo Edgar Allan Poe.

La puesta en escena de Cuarto Milenio está muy cuidada pero fallan clamorosamente dos elementos. El primero es la voz del presentador, que carece del eco cavernoso que sería pertinente, lastrando a su propietario con una incongruencia decepcionante respecto de la expectativa creada. De un comunicador de sucesos paranormales esperamos un timbre inquietante, o directamente una psicofonía, pero el sonsonete aniñado, monaguillesco de Jiménez nos tranquiliza en lugar de acojonarnos. Le ocurre lo que a Garzón, de quien uno esperaba una coloratura jupiterina de justiciero cósmico; quia: la primera vez que oí brotar del venero de su garganta aquel arroyuelo de sonidos emasculados, perdí definitivamente la fe en la Justicia.

El segundo elemento contraproducente consiste en su desfasada terquedad por vestir de negro, como si la España duelista y lutófaga de Bernarda Alba continuara vigente; como si los monologuistas de El Terrat no hubieran convertido hace tiempo el negro, el granate y el gris marengo en colores uniformados del gracioso moderno. Vemos a Íker ensotanado y tememos que de un momento a otro se arranque: “Saben aquel que diu...”

Ahora bien. Estos desarreglos veniales los amortiza con creces un decorado ciertamente terrible, un atrezzo evocador de íntimas desazones que destroza los nervios del televidente contemporáneo: se trata de una estantería llena de libros. En efecto, Íker Jiménez habla a la cámara enmarcado por anaqueles petados de libros gruesos, de amenazante enciclopedismo y variada encuadernación, algunos tan gordos que ni siquiera servirían para calzar una cómoda. El choque violento que experimenta el espectador al descubrir la silueta, el contorno inequívoco de lo libresco remite a la idea freudiana de lo unheimlich, lo no familiar, noción que el doctor de Viena usaba para explicar el pavor. ¿Qué puede haber más terrorífico para la Generación Mejor Preparada de la Historia que un desnudo montón de libros?