viernes, 26 de octubre de 2012

Venga esa mano



El gesto del Príncipe es la genialidad de plantarle un saludo al pedigüeño, porque España ya parece una superproducción de Los Miserables y no es mala cosa empezar a responder con la mano, dando la mano, como hizo Don Felipe


 Hughes

El Príncipe Felipe fue ayer a un entierro y al salir se encontró con una señora que pedía y a la que en lugar de limosna le dio la mano. Y es que la Familia Real tiene entre todas las magníficas irrealidades de su estatuto la de verse liberada de la presión de llevar dinero encima. Son la fascinación de la vida no pecuniaria, la vida sin parné, porque en nuestra representación de sus majestades nos los vestimos sin dinero. Los republicanistas de la normalidad regia querrían a Doña Sofía buscando un euro en el monedero, pero eso sería el final. La moneda es como la proteína social, que sin ella no se va a ningún sitio y ellos, o Lady Gaga, es decir, los magníficos, están por encima del vil metal y del billete arrugado y cocainómano.

Luego, el gesto del Príncipe es la genialidad de plantarle un saludo al pedigüeño, porque España ya parece una superproducción de Los Miserables y no es mala cosa empezar a responder con la mano, dando la mano, como hizo Don Felipe, que queriendo o sin querer le hizo a la señora lo que a Urdangarín:

-Señor, deme algo.

-Yo a ti, cuñado, te voy a dar la mano y a lo mejor un abrazo.

Este tipo de salidas se dan mucho ahora. Yo fui a pedir que me pagara mi jefe y él respondió que pagarme no, pero que pidiera un anticipo.

Con esto de ayer el Príncipe le ha dado al apretón de manos un nuevo uso más allá del saludo, que es el menos importante de todos. Desde que la gente quiere proyectar una imagen, cada vez que dos señores se encuentran y dan la mano eso parece un documental de la dos sobre machos alfa. La cosa se alarga y nadie deja de apretar y suelta la mano del otro porque el primero que la suelte sabe que es maricón. Hace poco, un alcalde valenciano fue a saludar a otro y le fracturó la mano. Hay amigos, conocidos y saludados, y cualquiera de estos te puede luxar un meñique. Y luego están las mujeres, que dan la mano con mucha intensidad de mirada, como trasmitiendo algo desde el fondo del iris, dejando la mano como médiums.

El apretón se está haciendo tan enérgico en sociedad que algunos parecen mancos que estuviesen estrenando mano, una mano trasplantada, de las que se rebelan porque mantienen una inquietud de dedos del dueño anterior, dando la razón a Mariló Montero en lo del alma y el cuerpo.

Al Príncipe, como al Rey, no se le puede poner la mano, poner el cacillo gomoso de la mano gordezuela, porque aquí no hay más mano que la mano real, mano institucional, que es como esa mano de orador que sacaba Ramón en una película antigua, con la que dirigía las multitudes o realizaba cuestaciones. La mano real es la mano quieta, quieta mejor en Palacio, que estrecha uno a uno, como en una cadena de montaje del saludo. Por eso, el Monarca, cuando sale, tiene el problema de ir saludando automáticamente, un poco indiscriminadamente, porque el Rey es ante todo una institución saludadora y habla por su extremidad. Un Rey en la calle será como un maniquí articulado que empezara a darnos la mano, renovando nuestra condición de súbditos afables.


Desde que la gente quiere proyectar una imagen, cada vez que dos señores se encuentran y dan la mano eso parece un documental de la dos sobre machos alfa. La cosa se alarga y nadie deja de apretar y suelta la mano del otro porque el primero que la suelte sabe que es maricón. Hace poco, un alcalde valenciano fue a saludar a otro y le fracturó la mano