martes, 27 de marzo de 2012

Presidente Camps


Hughes

En una reciente entrevista en la revista Telva, Camps cuenta su infierno de tres años como una elipsis de cine yanqui entre dos super bowls. En el 2009 estaba a punto de ver un partido de la NFL con sus hijos cuando le avisaron de lo que publicaba El País y ahora le llega el alivio de la justicia cuando los Giants, que son como el Madrid de allí, ganan con un Ave María, que debe de ser como una jugada virtuosa del Barcelona. Algún cachondo dirá que si no llega a ser por el caso del sastre a estas alturas la super bowl formaría parte de la política de grandes eventos, con Madonna descolgándose en corpiño de una de las obras de Calatrava. Esta política de lo escenográfico la explica Camps por la extrañeza que le provocaba que siendo “los valencianos los mejores” las cosas no pasasen en Valencia.

Tras el juicio, Camps aparece como un hombre entusiasta, reivindicativo, exultante ante el sol, con el chamanismo impresionista de los valencianos, que se extasían ante la luz del sol como ante un patrimonio. Le faltó al fotógrafo llevarlo a la playa para imitar una estampa de Sorolla. Camps no teme a nada, no se arrepiente de nada y juzga su carrera como un cursus honorum romano interrumpida por la conspiración. Su carrera se inició como concejal del Ayuntamiento de Valencia, donde arregló el tráfico y terminó con una recepción a Ban Ki-Moon y una visita a la tumba de Churchill. Tras ello, dimitió pronunciando las palabras “Fuerza y Honor”, así, en plan Gladiator.

La pasión churchilliana, lo de compararse con Churchill, es algo que comparte con Aznar, así como su capacidad para extraer autoayuda y coraje del lirismo. Camps cita a Kavafis de la misma forma que Aznar se embravecía con Kipling.

“En todos estos años no encontrarás ni una pintada en mi contra”, dice, pero tampoco hay grafittis pidiendo su vuelta, porque es cierto que Camps tiene el favor popular y gozó de una mayoría aplastante, pero el votante es cínico y tiene poca memoria y Camps ganó unos votos que maneja otro y una legitimidad llena de nostalgia. El expresidente, que subraya que tuvo que modificar su rutina de paseos y salir al campo porque en la ciudad no dejaban de saludarle, se apoya en Juan Carlos I, en Juan Pablo II y entremezcla su destino con el de Valencia y España.

Camps es camp, suena camp. Hay algo afectado, intenso, exagerado, megalomaníaco. Camps nos habla como Presidente, se siente presidente, obtuvo los votos y la legitimidad, ha sido rehabilitado en su honor y se siente más hecho, orgulloso de su estupenda trayectoria política, pero sus palabras, que son las mismas que nos dirigía cuando mandaba, nos suenan lejanas, impostadas, de un providencialismo casi cómico. No es culpa suya, es que nos habla un político sin comitiva, un hombre ante el paisaje, un ciudadano más.

El poder es la intensidad ritual que hacía congruentes sus palabras. El poder se comprende en la mirada del político que lo ha perdido, en sus ojos abismados y glaucos, en la repetición obsesionada de un ritornello.

En La Gaceta