miércoles, 21 de septiembre de 2011

El individualismo estatal


Julio Camba

Se dice que, dado el carácter individualista de nuestro pueblo, jamás podrá tener éxito en España ningún sistema social donde el Estado absorba las libertades individuales, y que, en consecuencia, estamos igualmente a salvo del fascismo que del comunismo. Yo no lo sé. Desde luego, no cabe duda de que el español es un individualista irreductible, que si odia el trabajo, por ejemplo, no lo hace tanto por lo que el trabajo tiene de esfuerzo –ya que a veces el español realiza esfuerzos fabulosos a fin de no trabajar– como por lo que supone de compromiso o de obligación para con los demás hombres; pero ¿a qué recursos acude generalmente este terrible individualista para verse libre de las trabas sociales y lograr su ideal de feroz independencia? Pues, muy sencillo, el terrible individualista va y solicita un empleo del Estado.

España es un país de individualistas retribuidos por el Estado, un país, donde, desde hace muchos siglos, el Estado se asignó como misión primordial la de evitar que ningún ciudadano se vea jamás en el caso de tener que establecer con los otros la menor relación. Antes, la máquina del Estado funcionaba en España por un sistema muy parecido al de los tranvías de cremallera. Subía un coche al Poder lleno de ministros y altos dignatarios que agitaban en el aire sus sombreros dando vivas estentóreos, y, automáticamente, bajaba el coche de los cesantes, todos tristes y cariacontecidos al pensar en la ineludible necesidad de volver a casita. Luego ascendía el coche de los cesantes, y los ministros iniciaban el descenso, abandonando las cimas soleadas del Poder con el sombrero calado hasta los ojos.

Era el sistema de los partidos turnantes, sistema algo defectuoso quizá, pero que no ha sido mejorado ni superado hasta ahora. Los partidos turnantes eran dos, y aunque ambos tenían el mismo ideario, consistente en apoderarse del Gobierno, se distinguían por la circunstancia material de que mientras el uno estaba arriba muy orondo, al otro no le quedaba más remedio que fastidiarse abajo. Por eso se denominaban con dos títulos, no sólo diferentes, sino antagónicos: partido liberal y partido conservador. Cuando los liberales ocupaban los cargos oficiales, se entendía por conservadores a todos los españoles en situación de cesantía, y, viceversa, cuando los destinos del Estado eran desempeñados por los conservadores, decir un liberal equivalía a decir un hombre sin dos reales.

Yo he alcanzado las postrimerías de aquel sistema, y aunque no llegué nunca a beneficiarme de él, no puedo por menos de recordarlo con nostalgia. Tenga en cuenta el lector que no se trataba tan sólo de un sistema político, sino de un verdadero sistema social que abarcaba los más diversos sectores de la actividad colectiva y en el que, directa o indirectamente, intervenía todo el mundo. Uno cualquiera de los partidos turnantes conquistaba el Poder, y aquello era un jubileo. Cobraban las patronas, los tenderos, los mozos de café, los sastres, los camiseros, las lecheras, los limpiabotas, las criadas de servir, etc., etc.. Se devolvía el dinero tomado a préstamo, se saldaban las deudas de juego y se sacaban los cubiertos del Monte de Piedad. El oro del Estado, transformado en papel, en plata y en calderilla, alcanzaba los rincones más remotos de la nación, y se distribuía aun entre las manos más humildes. Y con este oro se le abría un margen de crédito a los náufragos del otro partido, quienes, a la larga, naturalmente, acababan poniéndose amarillentos y flacuchos, pero los que nunca se morían de hambre.

¡Sistema admirable de verdad, tanto por su perfección técnica como por su evidente espíritu de justicia! Era un sistema de gentes finas y bien educadas que se decían unas a otras:

Por aquí... Hagan ustedes el favor... Pasen sin miedo, que nosotros nos vamos a casa...

Y después, cuando los que habían hablado de este modo notaban que las chaquetas empezaban a rompérseles por los codos y que los zapatos no admitían ya medias suelas y que la tos, la lúgubre tos de los cesantes, se les iba acentuando, todavía buscaban una fórmula y decían:

¡Señores! ¡Que en las tiendas de ultramarinos ya no pueden materialmente hacernos crédito! Nosotros seguiríamos aguardando; pero ¿qué va a ser de todos esos honrados padres de familia que se dedican al comercio de géneros alimenticios?

Yo veo una cosa, a saber: que en España sigue considerándose al Estado como una entidad cuya misión consiste en subvenir a todas las necesidades de los ciudadanos, a fin de que estos puedan cultivar su individualismo sin tener nunca que entenderse con nadie en una relación de mayor o menor dependencia. Y si este principio sigue en pie, ¿para qué se va a modificar su aplicación práctica sustituyendo un sistema que daba tan buenos resultados por otro que los produce tan desastrosos? Desconfíe usted de la mecánica modernista, amigo lector. Mientras no cambiemos de manera de pensar, a nosotros lo que nos conviene es un Estadito de cremallera, modelo antiguo...

HACIENDO DE REPÚBLICA / EDICIONES LUCA DE TENA, 2006