viernes, 11 de junio de 2010

66 Años del Día D / y Seis


D-Day

RUMBO A LA VICTORIA

y VI
Ernest Hemingway
Collier's, 1944

El destructor cañoneaba una de las ametralladoras, emplazada en un bloque de hormigón, que había disparado contra nuestra lancha al acercarnos a la playa. Se oía el ruido de las explosiones y se veían levantarse montones de tierra casi al mismo tiempo que el casquillo de cada proyectil disparado caía en la cubierta de acero del buque. Sus piezas de artillería de cinco pulgadas desmenuzaban la ruinosa casa y el lado del pequeño valle donde la otra ametralladora estaba emplazada.

-Entremos, que ya ha pasado el destructor, y veamos si se puede encontrar un buen sitio para la operación de desembarco –dijo Andy.

Respondí:

-El destructor acabó con lo que mantenía a raya a nuestros soldados. Ahora se puede ver a la infantería avanzar por esa hondonada. Tome los prismáticos y obsérvela.

Lenta y laboriosamente, como si fuera un Atlas que sustentara sobre sus hombros el mundo, ascendían por el valle situado a nuestra derecha. No disparaban, sino que se movían con la lentitud que caracteriza a una fatigada recua al término de la jornada de trabajo, cuando regresa al hogar. Le dije al teniente:

-La infantería ha alcanzado la cumbre del espolón en el extremo del valle.

A lo que respondió:

-Todavía no nos necesitan. Así me lo ha comunicado el oficial del LCI.

Andy me pidió los prismáticos. Luego de haber observado la playa, me los devolvió y dijo:

-Allí están transmitiendo por medio de una bandera amarilla. Parece que una embarcación está en peligro. ¡Timonel, haga rumbo a la playa!

Navegamos velozmente con rumbo a dicho punto. Ed Banker miró alrededor, y dijo:

-Señor Anderson, las otras lanchas nos siguen.

-Comuníqueles que vuelvan atrás.

Banker se volvió y les transmitió la orden por medio de señales ópticas. Los otros no entendían bien lo que se les comunicaba, pero las olas grandes que levantaban al avanzar disminuyeron. Habían dejado de seguirnos.

-¿Han cumplido la orden? –preguntó Andy, sin apartar la vista de la UCVP que estaba medio hundida entre las estacas minadas de la orilla.

-En efecto, señor –contestó Ed Banker.

Alejándose de la playa después de haber maniobrado para entrar en ella, un LCI gobernaba hacia nosotros y, al cruzarse con nuestra lancha, uno nos dijo por medio de una bocina:

-¡Aquel LCVP está hundiéndose y lleva heridos a bordo!

-¿No pueden acercarse a ella?

Como el viento se llevaba la voz, no entendimos más que “...nido de ametralladoras”.

-¿Ha entendido algo más de lo de “...nido de ametralladoras”? ¿Aún están disparando? –me preguntó Andy.

-No sé. No he oído.

Luego, se dirigió al timonel:

-¡Abarloe! ¡Abarloe!

Y a los del transporte:

-¿Han hablado ustedes de un nido de ametralladoras?

Un oficial sacó el torso por la barandilla y, con la bocina, contestó:

-Han disparado contra ella y está hundiéndose.

Andy ordenó al timonel:

-¡Rumbo a la playa, y arrímese a ella!

Era difícil gobernar la lancha por entre las estacas, pues en cada una de ellas había minas magnéticas, que tenían aspecto de estar compuestas de dos grandes bandejas de pasteles unidas por su parte superior. Parecía como si una mitad hubiera sido fijada con escarpias a la estaca y, luego, se le hubiese adherido la otra mitad, y tenían el indefinido color gris amarillento que tiene casi todo artefacto usado en la guerra.

Ignorábamos cuántas estacas con minas había debajo de nuestra embarcación. Vimos varias, las apartamos con la mano y pudimos llegar al LCVP antes de que se hundiese.
Costó trabajo trasbordar al soldado herido en el bajo vientre: faltaba espacio para bajar la rampa y la marejada nos empujaba contra las estacas.

Sea porque las andanadas del destructor habían destruido el pequeño bloque de hormigón donde tenían emplazada la ametralladora, o porque esperaban que las minas volasen nuestra embarcación, los alemanes no dispararon un tiro. Indudablemente, había costado mucho trabajo colocar tales artefactos, y acaso querían ver el resultado de su esfuerzo. Nos encontrábamos dentro del alcance del cañón antitanque que anteriormente había abierto fuego contra nosotros, por lo que esperaba que entrara de nuevo en acción mientras estábamos maniobrando en medio de las estacas.
Entretanto, se bajó la rampa. Cuando aún estábamos en esta operación, antes de que la lancha se acabara de hundir, vi tres tanques avanzar por la playa.

Los alemanes dejaron que cruzasen la entrada del valle para tenerlos a tiro. Poco después, se levantó un fino surtidor de agua junto al primer tanque, y un humo negro empezó a surgir del lado opuesto a nosotros. Dos hombres salieron por la tortea del vehículo y se tiraron, cayendo de manos y rodillas en los cantos rodados de la playa. Estaban bastante cerca y pudo vérseles el rostro. No se vio salir a nadie más del tanque, que se incendió levantando llamas y ardiendo violentamente cuando ya habíamos trasbordado al herido y a los supervivientes a nuestra lancha y levantado la rampa y navegábamos por entre las estacas. Apenas sorteamos la última de ellas y Curie aceleró el motor, empezó a arder otro tanque.

Llevamos los sobrevivientes a uno de los destructores. Izaron al herido en una armazón metálica. Mientras tanto, los otros se acercaron a la playa e hicieron volar, con las descargas cerradas de sus cañones de cinco pulgadas, todos los bloques. Entre un gigantesco surtidor de tierra vi volar por el aire el brazo de un soldado alemán con su correspondiente parte del cuerpo, de unos tres pies de largo. Eso me trajo a la memoria una escena de Petrushka [musical de Stravinsky y Venios].

La infantería ya había subido por el valle y alcanzado el espolón, por lo que no había motivo para no entrar en la playa. Buscamos un sitio. Desembarcamos la tropa con sus bazukas, sus cajas de TNT y su teniente, y así, terminamos ese asunto.
Los alemanes continuaban disparando sobre el valle con sus cañones antitanques, cambiando su emplazamiento según se presentaban los objetivos que querían destruir. Sus morteros aún hostigaban las playas. También habían dejado detrás de ellos a francotiradores que disparaban sobre nuestras tropas. Resultaba obvio que estos iban a permanecer parapetados en sus posiciones, por lo menos hasta la caída de la tarde.

El mar constantemente traía a la playa las embarcaciones abarrotadas de pertrechos que se habían hundido cuando se dirigían a ella. El famoso paso de treinta minutos por los canales llenos de obstáculos minados era todavía un mito, paso que ahora era aún más difícil porque las estacas estaban sumergidas en la pleamar.

Se perdieron seis de los veinticuatro LCVP, pertenecientes al Dix, pero cabía la posibilidad de que sus dotaciones hubieran sido recogidas por otros buques. Se había efectuado un ataque frontal, en pleno día y contra una playa defendida con todos los recursos que es capaz de concebir el arte militar. Y sus defensores pelearon con la eficacia y tenacidad que distingue al buen soldado. Con todo y eso, las lanchas del Dix desembarcaron sus tropas y pertrechos. Ninguna se fue a pique por ineptitud de los marinos, sino por la acción del enemigo.

Y tomamos la playa.

Hay muchas cosas que no he descrito. Se podría estar una semana escribiendo y no sería suficiente para relatar lo que sucedió en un frente de mil ciento treinta y cinco yardas. La auténtica guerra no es como en el papel, ni las descripciones sobre ella pueden reflejar exactamente su verdadera entidad. Pero si se quiere saber qué ocurrió en un LCVP el día D (6 de junio de 1944), en que se tomaron las playas de Fox Green y Easy Red, esto es lo más aproximado a la realidad que puedo referir.

(Tomado de Un corresponsal llamado Hemingway / Editorial Arte y Literatura / Ciudad de La Habana, 1984)