lunes, 7 de junio de 2010

66 Años del Día D / Dos


D-Day

RUMBO A LA VICTORIA

II

Ernest Hemingway
Collier's, 1944

Los acantilados estaban cortados por valles, en uno de los cuales se divisaban el campanario de una iglesia y el pueblo, y un bosque que descendía hasta el mar. También se divisaba una casa a la derecha de una de las playas. En todos los promontorios ardía la maleza, y el viento del noroeste hacía que el humo se arrastrase por el suelo.

Los soldados que no estaban cenizos por el mareo y luchaban contra el malestar, controlando el deseo de correr hacia el borde de acero de la lancha, mantenían fija su sorprendida y venturosa mirada en el Texas. Sus cascos de acero les daban la apariencia de piqueros medievales vueltos a la vida y sorprendidos de que aquel extraño e increíble monstruo los protegiese en la batalla que iban a librar.

Los fogonazos de las piezas de artillería de catorce pulgadas del Texas se asemejaban a las llamaradas de la boca de un alto horno, y flameaban lejos del buque, tras de lo cual se veía una nube de humo amarillento y negruzco y, al esparcirse, llegaba hasta nosotros el ruido de la andanada que hacía trepidar los cascos de acero y hería en los oídos como si se asestasen puñetazos en ellos con un gran guante de boxeo.

Seguidamente se vieron dos altas y negruzcas fuentes de tierra y humo en lo alto de una verde colina, cuya configuración se destacaba más a medida que nos acercábamos a la costa.

-¡Miren lo que les están haciendo a esos alemanes! –exclamó un GI, con emoción-. Sospecho que no quedará uno vivo allá arriba.

Como el ruido del motor Diesel de doscientos veinticinco caballos hacía imposible oír, tuve que inclinarme hacia delante para captar estas palabras, que, si no me equivoco, fue lo único que oí de un GI en toda aquella mañana. A veces, aunque hablaban entre ellos, no se los oía. Pero la mayor parte de aquellos hombres no despegaron los labios ni esbozaron una sonrisa, siquiera después de haber dejado atrás los buques de guerra, misteriosos monstruos que les habían prestado cooperación, pero que ya se habían retirado, y estaban solos de nuevo.

Descubrí que si mantenía abierta la boca desde que se veía el fogonazo de los disparos hasta después de sentirse el impacto de los mismos en el oído, no experimentaba ningún efecto desagradable. De todas maneras, me causó alivio hallarme fuera de la línea de fuego de los acorazados Texas y Arkansas. Otros buques estuvieron todo el día cañoneando la costa, y no pudimos alejarnos del continuo estruendo de la artillería naval ni del impacto de la onda expansiva, pero no era lo mismo. Los enormes cañones de los acorazados resonaban como si se tratara de trenes enteros que corriesen por el cielo. Al navegar en ese mar gris, lleno de crestas blancas, con dirección al punto batido por ellos, dejamos de pertenecer a su mundo y entramos en otro donde se suministraba la muerte en conocidos y preciosos envases de poco volumen. Se asemejaban al trueno de una tormenta que ocurre en un lugar del que uno se aleja y cuyos aguaceros no lo alcanzan a uno. Pero destruían las baterías enemigas en la costa para que los destructores pudiesen acercarse a ella y proteger el desembarco.

Ya se veían todos los detalles de la costa. Andy desdobló una carta en que figuraban detalladamente las playas, y yo saqué los prismáticos y me puse a secarlos y limpiarlos al amparo de los faldones de mi impermeable. Por dondequiera se veían navegando lanchas con fuerza de desembarco. La grisácea superficie del mar estaba cuajada de ellas. No se veía el sol, y el humo de las explosiones se arremolinaba a lo largo de la costa.

La carta que Andy tenía desplegada sobre sus rodillas la formaban diez pliegos presillados: iban desde el Apéndice Uno hasta el Anexo A. Cinco pliegos distintos formaban una unidad. Su dimensión era dos veces mayor que la que se puede abarcar con los brazos extendidos. El viento hizo restallar dos veces el pliego en que estaban acotados Dog White, Fox Green, Dog Green, Easy Red y una parte del sector de Charlie, y finalmente lo arrancó de sus manos y se lo llevó por la borda.

Yo había estudiado esta carta y me acordaba de muchos detalles, pero... ¡lo que va de acordarse de una cosa aprendida en el papel a verla en la realidad y poder reconocerla! Pregunté:

-¿Tiene otra carta más pequeña, Andy? ¿Una hoja en que estén sólo Fox Green y Easy Red?

-No.

Entretanto, nos acercábamos a la costa francesa, que se nos ofrecía cada vez más hostil. Incliné el cuerpo a su oído y volví a preguntarle:

-Con que... ¿no tiene otra carta?
-En efecto –contestó Andy-; no hay nada que hacer. Una ola se apoderó de ella y la desintegró. ¿A la altura de qué lugar cree que estamos?

-Por el campanario de la iglesia, parece que nos encontramos a la altura de Colleville
–contesté-. La casa que se ve es igual a la que hay en Fox Green, y el bosque que baja en línea recta a la playa es como el de Easy Red.

-Desde luego
–convino Andy-. Sin embargo, me parece que nos hallamos demasiado a la izquierda.

-Los detalles coinciden
–respondí-, pero, aun cuando los recuerdo bien, los acantilados me confunden. Estos deben comenzar a la izquierda de Fox Green, donde empieza Fox Red. De ser así, Fox Green tiene que estar a nuestra derecha.

-Una lancha de control navega cerca de nosotros
–dijo Andy-. Le pediremos información para verificar qué playa está frente a nosotros.

-Esos acantilados demuestran que no estamos a la altura de Fox Green –le dije.

-De todos modos, se lo preguntaremos a una lancha de control –insistió Andy-. ¡Timonel, haga rumbo a ese PC [escolta de control] ! ¡No, a ése no! ¿Es que no lo ve? ¡Al que va delante! ¡Así no podremos darle alcance!