sábado, 10 de octubre de 2009

A FOXÁ, PROSCRITO POR EL CHEKISMO MUNICIPAL DE SEVILLA


EUGENIA Y CARLOTA


Por Agustín de Foxá
Abc, 9 de Enero de 1952



Eugenia (1826-1920), por Winterhalter


Una tarde me dijo mi padre, cuando dábamos la vuelta en coche desde el Ángel Caído a la Casa de Fieras del Retiro, señalándome en el fondo de un landó a una vieja señora exangüe, pero todavía erguida: "Ésa es la emperatriz Eugenia; recuérdala, porque si llegas a viejo deslumbrarás a tus futuros y jóvenes oyentes cuando le digas que la has conocido."Por entonces contaron los periódicos que, habiendo cortado una rosa en el jardín de las Tullerías, fue multada por el guarda, y que, galantemente, el alcalde republicano de París le había enviado al hotel todas las rosas de sus antiguos jardines. Porque todavía no había en el mundo "criminales de guerra", ni se escuchaban los soeces insultos de la ONU.

Leticia Durcal -cuya inteligente conversación es un regalo- me ha contado que por aquellos días la visitó en el palacio de Liria, nevada de ancianidad, bajo el deslumbrante óleo de su triunfante juventud pintada por Winterhalter.Poco después la operaron de cataratas, y pidió un Quijote de la biblioteca ducal para extender sobre la mejor prosa de Castilla su mirada recién resucitada. Cuando el oculista la llevó a la luz del parque, exclamó:

-¡Qué hermosos ojos!

Y la emperatriz, tantas veces elogiada, comentó amargamente:

-El último piropo...

La emperatriz Eugenia hizo un viaje al país de los zulús, donde había caído atravesado por las azagayas de los salvajes su hijo único, el príncipe imperial. Estaba acampada bajo la luna cuando sintió una misteriosa fuerza que la obligaba a andar; no se había alejado más de un kilómetro del campamento, y de repente cayó al suelo de rodillas, al escuchar la voz de su hijo muerto que le decía: "Aquí fue, mamá." A la mañana siguiente, los zulús de la escolta -muchos de los cuales habían rematado al príncipe- confirmaron que, efectivamente, allí donde escuchó la voz había caído para siempre. Su pariente el duque de Alba nos narró, con precisa pintura, al embajador Sangróniz y a mí, en Burgos, durante la guerra civil, cómo el príncipe intentó montar en su caballo que huía, quedándose con la silla entre las manos, por haber sido mal cinchado; y cómo el oficial inglés, que le abandonó, encontró a su vuelta a Londres a una ciudad de desdeñosas espaldas y de caballeros como mutilados de la mano derecha cuando él alargaba la suya, por lo que, desesperado, se perdió en esa nada de budismo y miseria que es la India, donde el honor de Occidente no se valora lo mismo.Evoco a la emperatriz Eugenia aquí, en Méjico, camino de Cuernavaca, donde su antigua amiga y luego adversaria, la dulce y triste emperatriz Carlota, pasó el último verano feliz de su vida.

Con Eugenia y Carlota destella al máximo la gloria de la Francia bonapartista del segundo Imperio; en la exposición de París se citan los reyes y emperadores de Europa, y, por un momento, son compatibles las coronas con los primeros motores. ¿Qué le guió a Napoleón III a fundar el imperio mejicano, aparte del quimérico sueño de crear una cuña francesa entre la cultura española y la anglosajona, aprovechando la debilidad de Norteamérica, ensangrentada por su guerra de Secesión? Los Bonaparte, nacidos a la Historia cuando ya no se hacían dinastías, fueron los nuevos ricos del Gotha, unos "parvenus" de la sangre real. ¿No buscaría Napoleón "el Pequeño" su revancha, regalando una corona a un príncipe perteneciente a la más antigua casa de Europa?

Carlota de Bélgica era soñadora, romántica. Eugenia, enérgica, realista. Carlota se enamoró en el giro de un vals, contemplando los ojos azules y la rubia barba partida del joven Maximiliano, hermano del emperador Francisco José. Eugenia, ante el insignificante Luis Napoleón, que pretendía una aventura amorosa, le hizo comprender, con gracia carabanchelera, que había que pasar por la Vicaría.

Estoy en Cuernavaca, en el antiguo jardín de Borda, residencia de Maximiliano, evocando aquel verano lejanísimo de 1866 bajo los arcos amarillos, junto a su piano empolvado. Estoy entre las frías fuentes y los quietos estanques, perfumado por los naranjos, de los cuales ella se hacía servir sus dulces naranjadas; frente a unas rosas de té vestidas como las damas de su corte. Y contemplo la carnosidad anaranjada, moteada de negro, de los mangos y la lejanía azul de las montañas. A mis pies suena, alegre, el río San Antón.


Carlota (1840-1927), por Winterhalter

Aquí está su veraneo. En Chapultepec, su invierno, las vajillas suntuosas de las comidas diplomáticas, su abanico, sus gemelos para el terciopelo granate y las arañas de Teatro Nacional, que dirigía nuestro José Zorrilla; la terraza de sus acuarelas, desde donde decía adiós con un pañuelo a Max cuando iba con su carroza al Parlamento.

Algo supe de ella en Roma, donde se volvió loca, al darse cuenta de que Francia retiraba su ejército de Méjico, y que su amado Max quedaba solo frente al tenaz indio Juárez, y que era inútil su entrevista con Eugenia, y que el Papa tampoco podía intervenir. Sólo comía las frutas cerradas, nueces, naranjas, porque tenía miedo a ser envenenada por los esbirros de Napoleón. Allí, en una de las bibliotecas papales, barrocas de molduras, pasó una noche. Lloraba como una niña, y el Papa tuvo piedad de ella. Fue la única mujer desde los primeros años del cristianismo que durmió en el Vaticano. Luego salió con un vaso de plata, acompañada de su criada Matilde, buscando el agua que no estaba envenenada, el agua espumeante y fría de la Fontana del Trevi, que parece que nace de las narices dilatadas de los marinos caballos de Neptuno, de la fuente de la "Barqueta", frente a la escalinata, como un teclado de órgano, de la Trinitá di Monte.

Su hermano, el conde de Flandes, llamado telegráficamente por el Papa, vino a recoger a la pobre Carlota y se la llevó a Bruselas. Nueve meses después, su amado Max se rendía en Querétaro, y en una luminosa mañana subía, acompañado de sus generales Mejía y Miramón, hacia el cerro de las Campanas, para morir valientemente, como en un final de ópera.

El imperio que pudo dar a Méjico gloria y grandeza se había derrumbado. Fue un sueño propio del romanticismo de la época, que sobre el dramático pueblo azteca había imaginado unos dulces indios con guitarras como los de las alegorías de los libros de viajes. Moctezuma se vengaba de Carlos V en su sucesor. Con su emperador austriaco y su emperatriz belga, apoyado por los soldados franceses, resultaba un imperio postizo. Juárez hablaba el español mejor que Maximiliano. En nuestra América, y ya para siempre, el indígena sólo puede fundirse con lo hispánico, porque precisamente las naciones americanas surgieron de esta liga de sangre; ser español es ser también indigenista, y nuestra arquitectura colonial es en América tan natural como los Andes o los Templos del Sol. Maximiliano, el archiduque, artista y caballeresco, entregó objetos y monedas de oro entre los soldados que iban a fusilarle. Unos años después, un sacerdote, que decía que lo había acompañado en sus últimos momentos, repartía en Barcelona, entre sus amistades, los románticos recuerdos que, como las "Lágrimas de Polonia", fueron los últimos brotes de la historia romántica.

Entre los espinosos magüeyes, bajo el vuelo oscuro de algún zopilote, el oficial que mandaba el piquete levantó el sable, que dio un vivo reflejo. Siete balas quedaron en una fracción de segundo suspendidas en el aire cálido. Pero Carlota no oyó esa descarga. Durante sesenta y un años atravesó el túnel con llamas amarillas de la locura, creyendo que su amado Max seguía siendo emperador de Méjico. En sueños reinó tanto como su prima Victoria, y sólo la muerte pudo arrancar la diadema de sus rubios cabellos. En su castillo de Bouchout, cercano a Bruselas, estuvo todos los días de su larga vida esperando la llegada del emperador.

-¡Va a venir esta tarde! -decía a sus damas al atravesar el foso, al poner el pie en la barca del estanque, y colocaba rosas en los jarrones-. ¡Prenderos vuestras joyas, porque sé que llega esta tarde!

Algunos atardeceres melancólicos, cuando el relámpago rayaba con luz verde los espejos, se sentaba al piano y tocaba el himno imperial mejicano, que ya sólo recordaba ella. Murió en un frío día de enero del año 1927. Perdió la razón a los veintiséis años; su frágil cuerpo, a los ochenta y siete. En esa nevada mañana, las siete balas que habían quedado suspendidas en el aire se clavaron como un enjambre en el corazón del emperador. Cuando ella cerró los ojos murió verdaderamente Maximiliano, conservado eternamente joven en su recuerdo; se hundió en realidad aquel imperio que ella había mantenido intacto a fuerza de sueños alucinados.