lunes, 28 de septiembre de 2009

DALÍ, ¿TIENE USTED HORA?

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José Ramón Márquez

Brisas de otoño con aroma del mar viejo, del mar de Ulises, sobre la ciudad de los layetanos. Las hojas de los árboles se arremolinan haciendo espirales mientras las buenas gentes, venidas de todas partes, se acercan de nuevo a la ceremonia. En la puerta del circo, los cien de siempre gritan ‘fora’, ‘fora’, como siempre. En la distancia, los mil de siempre esperan las noticias de la tarde, como siempre. En la plaza los diecinueve mil de siempre –alguno menos, quizás, esta vez- esperan, como siempre, la misma epifanía de siempre.

Y dentro del viejo coso del Sport, más de lo de siempre. El tiempo se para, los relojes se escacharran, las muñecas vuelan como molinillos, los muletazos se siguen los unos a los otros. Mientras, las piernas del derviche giran y giran y se produce toda esa sucesión de revoluciones, de mundo en movimiento, de mantra repetido –“ole, ole, ole, ole”-, que hace que los conversos, todos de acuerdo, entren en su éxtasis de siempre.

Nuevamente no hay sorpresas porque, en este país de siempre jamás, todo lo que ocurre es siempre lo mismo de siempre. El novillo corretea con su inocencia de siempre, con sus menguados pitoncitos que no asustan a los niños, con sus patitas y sus pezuñitas prestas a galopar a la llamada, con sus intenciones puras, como de niño confesado para hacer la primera comunión, con su deseo claro de echar una mano, una pata, para que aquello sea santo y glorioso, para que no sea él quien estropee la tarde de tiempo detenido, bañada en brisa de otoño con aroma del mar de Odiseo. El oficiante impávido, vestido de oros y con gesto adusto aplica, como siempre, sus fórmulas de siempre, su rito, el introito, el brindis, el acto penitencial, las manoletinas, el Kyrie, los derechazos, la homilía, los naturales, y la oración final: el adorno inspirado, la única señal de vida más allá de la vida en esta tarde de unción y comunión. Y los fieles, la asamblea, responden con sus fórmulas, con sus jaculatorias “ole, amén”, “el poder y la gloria por siempre, ole amén” para que una vez más se verifique el sacrificio del domingo en la forma canónica, el sacrificio en el que la víctima nunca es víctima.

Una vez finalizado el rito, cuando los fieles vuelven al AVE, al auto, al transporte público, camino de sus hogares con la gracia de la unidad en la fe, cuando las luces del coso se apagan y las canales de los novillos cuelgan, ya frios, de un gancho en alguna cámara frigorífica, quizás alguno, con melancolía pueda pensar que, tristemente, la única sorpresa que de verdad se podía esperar de esta tarde de otoño era la de saber si acaso esta sería la última tarde.
En una habitación de hotel, un hombre tañe un caramillo velando los sueños de ida y vuelta.